Meshri Daud cambiaba naranjas y huevos por cigarrillos a
los soldados británicos. Aún recuerda algunas palabras en inglés, y
también en italiano, que recita de memoria con una gracia coqueta
setenta años después de la gran batalla, aquella que cambió el rumbo de
la Segunda Guerra Mundial en África y que hoy sigue causando víctimas. Los Aliados y las fuerzas del Eje, los mariscales Montgomery y Rommel, se marcharon hace toda una vida de El Alamein,
pero atrás dejaron un legado de minas y municiones sin explotar, y un
reguero de miles de muertos y mutilados a lo largo de los años, los
últimos el pasado mes de enero.
Las minas han arrebatado a Daud 14 familiares desde
aquellos días de guerra. «Algunos murieron desangrados, porque no había
ningún hospital cerca al que llevarlos», recuerda el anciano. Acompañado
de dos nietos, y con una carpetilla bajo el brazo donde guarda la
documentación de su familia, quiere aprovechar la visita del ministro de
Planificación y Cooperación Internacional egipcio a la zona para
recordarle que los que quedaron mutilados, en un país donde la discapacidad condena a la marginación, no han recibido ni compensaciones ni ayuda para encontrar trabajo.
17 millones de minas
Es imposible saber cuántos artefactos explosivos quedan
enterrados en las arenas del Desierto Occidental, aunque se calcula que
la cifra ronda los 17 millones, lo que convierte a Egipto en uno de los países más minados del mundo.
Una cuarta parte de esta contaminación se debe a las minas, la mayoría
de ellas antitanque, mientras que el resto son obuses, misiles y
explosivos que no llegaron a detonarse, y cuya antigüedad los convierte
en altamente inestables. En la península del Sinaí y las riberas del
Canal de Suez podría haber otros cinco millones de minas, éstas
procedentes de las sucesivas guerras con Israel.
«Desde que se comenzó a elaborar un registro metódico en 1981 se han producido 8.313 víctimas, entre ellos más de 700 muertos»,
desvela Fathy el Shazly, que dirige la Secretaría para el Desminado y
Desarrollo de la Costa Noroeste de Egipto. La mayoría de las víctimas
son hombres adultos, pero un 4% son niños,
que confunden un explosivo con una lata vieja y oxidada a la que dan
una patada, o a los que la desgracia sorprende jugando al fútbol. «La
mayoría de las víctimas son hombres porque son los que menos miedo
tienen a pasar por zonas donde se sabe que hay minas. Son más
arriesgados y piensan que no les va a pasar nada», explica El Shazly.
Lo cierto, sin embargo, es que es imposible determinar
dónde se encuentra enterrada la mala suerte. En parte debido a la
vastedad del terreno, que se extiende desde las aguas turquesas de la
costa de esta parte del Mediterráneo hasta la depresión de Qatara, una
gigantesca olla cuyo punto más bajo se encuentra a 135 metros bajo el
nivel del mar, además de otras extensiones de terreno cerca de la
frontera con Libia y en los alrededores de la localidad de Marsa Matruh.
Más de 287.000 hectáreas de terreno contaminado,
donde el viento y las dunas vuelven a esconder en muchas ocasiones
explosivos que ya habían sido identificados. Pero también se debe a que
no existen mapas que indiquen dónde se encuentran exactamente las minas,
instaladas por británicos y alemanes en 1942. «Tan sólo disponemos de
algunos mapas de batalla, pero no de la localización de los explosivos,
que se pusieron a la carrera y no están marcados», reconoce Fathy El
Shazly.
Los «jardines del diablo»
No es difícil entender, en las extensiones de este
desierto, donde el viento del Mediterráneo sopla sin encontrarse un solo
obstáculo en el camino y sin apenas relieves estratégicos para
enrocarse en la defensa, por qué las tropas británicas comandadas por el
mariscal Bernard Montgomery decidieron minar el terreno. El camino de El Alamein era el único paso para llegar por tierra a El Cairo y el Canal de Suez,
los dos bastiones de los Aliados en el Norte de África, ya que la
depresión de Qatara, con sus lagos de sal y escarpados barrancos, hacía
imposible el paso a las divisiones panzer del alemán Erwin Rommel. El
«zorro del desierto», en su primera retirada del frente de El Alamein,
terminó de plantar lo que en su momento se conocieron como los «jardines del diablo», un reguero de minas que hoy aún aguardan a víctimas inocentes. El Eje perdió, la guerra terminó, pero las minas quedaron.
El gobierno egipcio, con la colaboración del PNUD y fondos de USAid o el gobierno alemán, acaba de finalizar el desminado de una zona de aproximadamente 12.000 hectáreas
cerca de El Alamein. Los explosivos no sólo siguen causando víctimas,
sino que han frenado el desarrollo de esta región, donde se esconden yacimientos de petróleo que los expertos calculan en 4.800 millones de barriles
y que podrían igualar la producción egipcia a la de Angola. El
desarrollo turístico de la hermosa costa norte también se encuentra
cercenado por las minas. Y miles de hectáreas de tierra cultivable y
apta para el pastoreo están vedadas para la población local, en su
mayoría beduinos, lo que repercute en su economía. La mitad de los
fondos de este proyecto, explica Rania Hedeya, analista del PNUD, se
destinan a proyectos de concienciación y a ayuda a las víctimas, «a las
que se provee de prótesis y se les ayuda a integrarse en el mercado
laboral».
Tratado de Ottawa
El desminado «es el trabajo más peligroso del mundo»,
afirma el general Effat Adib Megaly, jefe de Armamento de la Autoridad
de Ingenieros del ejército egipcio. Los 200 soldados especialistas en
desactivación de minas han tardado un año en poder limpiar estas 12.000
hectáreas. Se podría hacer más rápido, explica el militar, pero para
ello hacen falta recursos.
Egipto es uno de los pocos países del mundo que no ha firmado el Tratado de Ottawa,
que prohíbe el uso, almacenamiento o producción de minas
antipersonales. Después de tres guerras con Israel, El Cairo alega que
tiene derecho a defender sus fronteras. Pero no es el único motivo. El
tratado no exige que la limpieza corra a cargo de los que contaminaron
el terreno, y la deben llevar a cabo países que en su momento nada
tuvieron que ver con la guerra, denuncia Fathy el Shazly, para quien «no
es una cuestión de caridad, sino una obligación moral de las naciones».
Vía| ABC
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