Hace 75 años los aventureros y cazatesoros eran bien
distintos de los que, hoy por hoy, nos vende la factoría Hollywood. De
hecho, más que ir vestidos con un reconocible sombrero de vaquero y
armados con un látigo, preferían equiparse con brazaletes con esvásticas
y vestirse con el traje negro de las SS. Al menos, esto es lo que dejó
claro el extraño viaje al Tibet
que varios soldados y estudiosos nazis realizaron para, entre otras
cosas, estudiar el origen de la raza aria y la composición de la Tierra
Dirigida por Ernst Schaeffer, esta expedición tenía el sello de identidad de la Ahnenerbe nazi,
una organización que, aunque en principio nació para dar validez a las
más antiguas tradiciones arias, pronto se destacó como una sociedad
cuyos miembros realizaron todo tipo de extraños viajes. Concretamente,
se destacaron en el campo de la arqueología al buscar artefactos como la
lanza de Longinos o el Santo Grial.
En 1938, la Ahnenerbe se propuso dar un paso de gigante y
organizar un viaje a la región del Tibet. «Encabezada por (…)
Schaeffer, y compuesta por un grupo de cinco investigadores alemanes
acompañados por 20 voluntarios de las SS, en la expedición al Tibet
existía un interés arqueológico y antropológico, pero no olvidemos que
parte de las actividades de la Ahnenerbe se centraban en el estudio de
las leyendas y las tradiciones, y (…) sin duda estaban interesados en los mitos y leyendas tibetanas», determina el investigador José Lesta en su libro «El enigma nazi. El secreto esotérico del III Reich», editado por Edaf.
Primeros objetivos demenciales
No obstante, el artífice real de la expedición no fue otro que el archiconocido líder de las SS Heinrich Himmler, quien, ya en 1936, tenía todo tipo de planes para el grupo de alemanes que viajarían hasta lo que en ese momento era el fin del mundo. Entre sus primeros objetivos, se encontraba el de certificar que el origen de la raza aria se encontraba en el Tibet.
«Existe un documento secreto en el que (…) Schaeffer (…)
recuerda su primer encuentro con el jefe de las SS: “Himmler me habló de
su creencia de que la raza nórdica no había evolucionado, sino que
había descendido directamente del cielo para asentarse en el continente
desaparecido (Atlántida), y que antiguos emigrantes de ese continente
habían fundado una gran civilización en Asia Central. Creía que algunos
tibetanos eran descendientes directos de esta civilización y que los
arios provenían de esta etnia», determina el autor.
Sin embargo, este no era ni mucho menos su objetivo más
rocambolesco, ya que el grupo de viajeros nazis también recibió órdenes
de hallar todas las pruebas posibles para demostrar la teoría de que la Tierra estaba hueca.
Concretamente, la cúpula nazi se había hecho eco de la leyenda que
afirmaba que, dentro de la corteza terrestre, existían un gran número de
galerías que conectaban los diferentes países entre sí y que el centro
de dichos corredores se encontraba en el Tibet.
En busca del reino de Shambhala
A su vez, y como misión final, Schaeffer debía viajar en busca de la ciudad perdida de Shambhala,
un misterioso lugar cuya ubicación era desconocida pero del que se
hablaba en la tradición tibetana. No obstante, el interés en este
territorio no era arqueológico, sino militar, pues los nazis pensaban
que, si hallaban el emplazamiento, podrían invocar a un misterioso héroe
tribal, Gesar de Ling, quien les ayudaría a dominar el mundo.
«Gesar de Ling vivió aproximadamente en el siglo XI y fue
el rey de la provincia de Ling, al oeste del Tibet. Al término de su
reinado, los relatos y leyendas sobre sus logros en cuanto guerrero y
gobernante se difundieron por todo el Tibet (…). Algunas leyendas
afirman que Gesar de Ling retornará viniendo de Shambhala para someter a
las fuerzas de la oscuridad en el mundo», determina el lama tibetano
Trungpa en declaraciones recogidas en el libro de Lesta.
El mejor jefe de operaciones
Bajo todas estas pretensiones se preparó la expedición, la
cual estuvo comandada por uno de los grandes aventureros alemanes de la
época: Ernst Schaeffer. «Schaeffer había estudiado zoología y biología
en la Universidad de Botinga y allí empezó a abrazar la causa nazi. Su
vida daría un giro de ciento ochenta grados cuando conoció a un joven
estadounidense en Hannover (…) al que acompañaría a una expedición con
tan sólo 21 años», explica por su parte Oscar Herradón en su libro «La Orden Negra, el ejército pagano del III Reich».
Este alemán tenía entre sus logros el haber sido el
primer occidental en matar a un oso panda y el haber llevado a cabo un
viaje hasta el Himalaya. Para acabar de completar su currículum, a una
corta edad se afilió a las SS, cuerpo del que ya era oficial cuando se
le encargó dirigir el viaje hasta el Tibet. Sin duda, era el mejor
hombre para Himmler, que, casi sin dudas, recurrió a su ayuda.
«La expedición contaba también entre sus filas con Bruno
Beger, un joven y aplaudido antropólogo que también buscaba los orígenes
de la “raza superior”. (…) Junto a estos partirían también hacia el
Tibet el geofísico Kart Wienert, y Ernest Krause, entomólogo y
fotógrafo. El experto en técnica y organización era Edmund Geer»,
completa Herradón.
Comienza la aventura
Tras llevar a cabo todos los preparativos, en abril de 1938
comenzó la esperada expedición. Una de sus primeras paradas, ya en
Asia, fue el territorio de Sikkim,
una puerta natural para entrar en el Tibet. Este lugar fue de gran
utilidad para uno de los miembros de la expedición, Beger, quien llevó a
cabo todo tipo de mediciones y experimentos con la población local.
«Beger haría minuciosos análisis de los rasgos físicos de
los lugareños (…) y realizaría siniestras “mediciones craneales”: medía
la longitud, anchura, y circunferencia de sus cabezas (…) de su boca,
nariz… Según la ciencia racial imperante en el Reich, los nórdicos, la
raza superior, se distinguían (…) por una frente ancha y un rostro
alargado», explica Herradón en el texto.
No obstante, estas no fueron las únicas pruebas que haría
este doctor. «Utilizaba también máscaras faciales de yeso, material (…)
que les provocaba ahogamientos, escozor, e incluso quemaba su piel»,
determina el español. De hecho, tal era su falta de escrúpulos que en
una ocasión casi acabó con la vida de un joven lugareño cuando la pasta
penetró por su nariz y boca.
La ciudad sagrada
Después de esta parada, atravesaron el último tramo del trayecto, el que les llevaría hasta la ciudad sagrada de Lhasa.
«Durante el viaje, Schaeffer se entregaba de forma enfermiza a la caza
para conseguir exóticos especímenes para los museos del Reich. Bruno
Beger confirmaría más tarde que Schaeffer, realmente fuera de sí, en
ocasiones llegaba a beber sangre de algunas de sus presas tras haberlas
degollado. Según este, les conferían fuerza y potencia», añade Herradón.
En 1939, pocos meses antes del inicio de la II Guerra Mundial,
la expedición llegó a las puertas de la ciudad, hogar del Dalai Lama,
por aquel entonces nada más que un niño. Antes incluso de comenzar las
investigaciones de campo, ya habían logrado una gran proeza para
Alemania: hacer que los pendones con la esvástica se alzaran en lo alto
del Tibet. Una vez alcanzada la aldea iniciaron sus pesquisas recogiendo
raros especímenes de todo tipo de especies poco conocidas y llevando a
cabo miles de fotografías y filmaciones.
Tras dos meses de investigación, el grupo volvió a casa por
orden de la cúpula nazi, temerosa ante el inicio de la contienda contra
Polonia. Sin embargo, y aunque no lograron verificar las descabelladas
teorías que pretendían, no regresaron con las manos vacías.
Los curiosos regalos del Tibet
Una vez en el corazón del Reich, Schaeffer y sus compañeros
fueron tratados como héroes e, incluso, rodaron un documental con todas
las imágenes captadas en su viaje. A pesar de todo, todavía tendría que
pasar mucho tiempo hasta que finalizara la investigación y el análisis
de todos los especímenes que había traído del Tibet.
A su vez, los alemanes trajeron consigo un curioso regalo.
«Tras la llegada corrieron rumores sobre la existencia de un documento
de singular valor y que Hitler habría colocado en una habitación cerrada
y sin ventanas (…) en la sala donde supuestamente meditaba. Pues bien,
dicho documento existió. No era otra cosa que un pergamino en el que el
Dalai Lama habría firmado un tratado de amistad con la Alemania nazi y
reconocía a Hitler como jefe de los arios», explica por su parte Lesta.
Un misterioso final
No obstante, nunca se llegó a saber a ciencia cierta si la
relación entre el Tibet y la Alemania nazi era tan estrecha como
demostraba aquella carta. «Todas las pruebas sobre la conexión (…) se
irían diluyendo con el transcurso de la guerra y los bombardeos»,
explica el autor de «El enigma nazi».
Lo que si es cierto, según Lesta, es que «cuando al final
los rusos entraron en una de las sedes de la Ahnenerbe en Berlín, yacían
muertos varios soldados de raza mongola sin distintivos de ningún tipo.
Todos portaban unas extrañas dagas ceremoniales y estaban tendidos en
el suelo formando un círculo».
Vía| ABC
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