Ahora que el seguimiento a políticos,
las escuchas ilegales y la intercepción de correos electrónicos por la
NSA son tema de actualidad, quizá sorprenda saber lo muy de atrás que
viene todo esto. El trabajo de espías y fisgones, en su zona de penumbra
histórica delimitada por la cárcel -o el pelotón de fusilamiento en
tiempos de guerra-, la razón de estado y una pizca de heroísmo
precariamente acreditada por medio de condecoraciones y el epígrafe
profesional de actividades de inteligencia, es en realidad tan
antiguo como el ser humano. El poder de imperios y la victoria en las
guerras depende en gran medida de lo que se pueda averiguar sobre el
adversario. Los historiadores dedican al espionaje tan solo unas cuantas
notas a pie de página. Pero a la hora de la verdad poco hay que
reprochar al vecino. Todos espían y se vigilan unos a otros. Se ha hecho
siempre, y se seguirá haciendo hasta el fin de los días.
Durante la II Guerra Mundial, el norte de la península ibérica
fue escenario de acción de toda una cohorte de informadores,
propagandistas, intrigantes y aventureros al servicio de las potencias
anglonorteamericanas y la Alemania nazi. También el contraespionaje
franquista participó activamente como herramienta al servicio del doble
juego del que el régimen dependía para mantenerse en el poder, y en
cuyas argucias y fintas el dictador demostró ser maestro insuperable.
Todavía hoy los académicos discuten si Franco en realidad quería
combatir con el Eje, mantener la neutralidad de España o aprovechar el
enfrentamiento entre las grandes potencias para hacerse con un imperio
colonial en el norte de África. Imposible saber cuál de todas estas
versiones es cierta. Seguramente ninguna. Todo formaba parte de una
estrategia de desinformación desplegada por el franquismo durante la II
Guerra Mundial para asegurar la supervivencia del régimen.
Paradójicamente los servicios secretos de los aliados
concentraron su actividad en la zona noroeste, territorio dominado por
informadores alemanes desde los comienzos de la Guerra Civil -fue en
León donde la Legión Cóndor instaló su cuartel general permanente-. Los
espías del Reich, por el contrario, prefirieron establecer sus bases
operativas en Bilbao, ciudad pro-británica y de tradición republicana.
En ambos casos las decisiones estratégicas obedecían a razones de peso.
Inglaterra y Estados Unidos se interesaban por las emisoras de radio y
las antenas de telecomunicaciones levantadas por los alemanes en Galicia
para coordinar las operaciones de sus submarinos en el Atlántico
(algunas de las cuales todavía se pueden ver erguidas y recubiertas de
herrumbre en los montes de Lugo). Otro de sus objetivos consistía en
controlar la explotación de unos recursos minerales que resultaban
vitales para la industria de armamentos de las naciones beligerantes, y
de los que pronto volveremos a hablar.
Uniformes de las SS en Bilbao Bilbao
y la costa del golfo de Vizcaya tuvieron un interés vital para Alemania
por diversas razones: en primer lugar la precaria neutralidad de la
España franquista, que en cualquier momento podía decantarse por
cualquiera de los contendientes o ser invadida por sus tropas. Bilbao
también era una importante plaza marítima, y muy cerca de la costa vasca
se libraba la batalla del Atlántico. Aunque el comercio internacional
se había visto bastante mermado por la guerra, de su puerto partían
constantemente buques de pasajeros y mercantes con destino a otros
países neutrales y las repúblicas sudamericanas, objetivo preferente del
espionaje y la propaganda nazis.
Cierto periodismo de investigación ha querido ver en la
colonia alemana local uno de los principales apoyos de las actividad
nazi en el País Vasco durante la segunda Guerra Mundial. La verdad, sin
embargo, es que la intervención de agentes y espías del Reich fue
principalmente cosa de militares, diplomáticos y agentes comerciales
alemanes que se habían establecido en España para apoyar al bando
franquista después del alzamiento del 18 de julio de 1936. Poco después
de estallar las hostilidades en Europa comenzó a hormiguear por Bilbao
una tropilla de impresentables personajes al servicio de la Alemania
nazi. Sus nombres han quedado registrados para la posteridad en los
archivos de la policía secreta de Franco y los informes del Foreign
Office.
Anduvieron enredando, por citar a unos cuantos, Otto Messmer y
un tal Franz Lubs, ejecutivo de la empresa aeronáutica Heinkel, quien
desempeñaba un alto cargo en la Maestranza Aérea de Logroño y se paseaba
por la Gran Vía con uniforme de las SS. También estuvieron R. Konnecke y
el coronel Schinzler, agregados militares del consulado alemán y jefes
de la Gestapo en España. Otros agentes nazis fueron Eduard Bunge,
Friedhelm Burbach, Eugene Erhardt, Otto Hinrichsen, Wilhelm Plohr y
Wilhelm Spreter, la mayor parte de ellos hombres de negocios con
cobertura consular y vinculados a la organización Etappendienst, una
rama de la Abwehr, el legendario servicio de contraespionaje dirigido
por el almirante Wilhelm Canaris.
El cuartel general de los espías alemanes se encontraba en el
hotel Excelsior -donde actualmente tienen su sede las Juntas Generales
de Bizkaia-. Algo comprensible teniendo en cuenta su proximidad a la
Estación del Norte, donde llegaban en tren los funcionarios alemanes
procedentes de Madrid. En los salones de este distinguido edificio se
pudo ver en alguna ocasión al poderoso y enigmático Josef Hans Lazar,
empresario y agregado de prensa de la embajada alemana, un austríaco que
pese a su condición de judío era el principal representante de los
intereses del Tercer Reich en la España franquista.
El rey Wolframio El
motivo principal de la presencia militar alemana en Euskadi lo
constituyó sin duda alguna el tráfico de wolframio y la necesidad
perentoria de que los cargamentos de este mineral siguieran llegando a
Alemania, sobre todo después de que la suerte de las armas se volvió
desfavorable para el Reich. El wolframio, también denominado tungsteno,
es un elemento químico descubierto a finales del siglo XVIII. Su primer
estudio riguroso fue hecho por los hermanos Juan y Fausto de Elhuyar en
los laboratorios de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País.
Posee unas propiedades -resistencia mecánica, alto punto de fusión y
bajo coeficiente de dilatación térmica- que no solo permiten que sea
utilizado en la producción de filamentos de bombillas: también lo
convierten en aditivo imprescindible para fabricar herramientas de corte
rápido, maquinaria industrial y blindajes. Durante los años anteriores a
la II Guerra Mundial y en el transcurso del conflicto, el vertiginoso
aumento en la demanda del wolframio provocó cambios geopolíticos de gran
alcance. También espoleó el ingenio de espías y contrabandistas.
El tungsteno, extraído a partir de sus menas principales,
wolframita y scheelita, era prácticamente inexistente en los territorios
ocupados por el Tercer Reich, pero abundaba en España y Portugal. Los
aliados no tenían problemas para abastecerse de él. Sin embargo,
conscientes de que era un cuello de botella de la industria bélica
alemana, intentaron por todos los medios posibles entorpecer los
suministros de mineral español y portugués al Reich. Primero emplearon
la presión diplomática. Luego hicieron compras de acaparamiento, en
grandes cantidades y a precios inflados contra los que Berlín no podía
competir. Pese a todo el wolframio continuó llegando a Alemania, si bien
en cantidades cada vez menores.
Al principio se hacía pasar el mineral de contrabando por Irun
y Hendaia. Tras el desembarco de Normandía y la invasión de Francia por
los aliados el wolframio fue transportado en submarinos, en las
carlingas de los cazas o incluso por valija diplomática desde la
embajada alemana en Madrid, en cuyos sótanos se hallaron al final de la
guerra varias toneladas de metal almacenado.
Un oficio de dudosa reputación ¿Intriga?
¿Sabotaje? ¿Propaganda? ¿Contrabando de materias primas para la
industria militar alemana? ¿Qué significado tiene esto en el contexto de
nuestra historia contemporánea? Si no le vemos sentido es porque quizá
no lo tenga. Durante aquellos años de guerra, primero civil y después
europea, Euskadi atravesó un caótico interregno entre dos etapas de
prosperidad económica. La primera había terminado a comienzos de la
década de los 30, con la crisis mundial y la llegada de la República. El
comienzo de la segunda se haría esperar hasta finales de los años 50.
En esa época el espionaje no gozaba de buena reputación. Se lo
consideraba un ardid de guerra necesario pero poco honorable, hasta el
punto de que ni siquiera aquellos que lo practicaron por una causa
justificada se han vanagloriado jamás de ello. Antes bien se esforzaron
por ocultar su pasado como expertos en actividades de inteligencia.
El poco edificante juego de los agentes secretos, la intriga y
la desestabilización, era el signo de unos tiempos difíciles y
convulsos. Un terreno particularmente abonado para el mercenariado y la
aventura, pero no para construir con solidez.
La época actual, con su cinismo y su crisis de valores, no es
más benevolente que la puritana moral de los años 40. Las hazañas del
espía no inspiran más admiración que las de un torero de renombre o un
aficionado a los deportes de riesgo. En los casos en que ha quedado
registro de ellas, eso no es testimonio de su valía, sino más bien de lo
bizarro del tema y de unas faltas de discreción muy poco
profesionales.
Vía | Deia
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