martes, 19 de mayo de 2015

"Ardenas 1944. La última apuesta de Hitler", lo nuevo de Anthony Beevor



El corazón de Bélgica es una máquina de turismo de guerra, con museos improvisados en todos esos pueblos que heredaron la muerte y el atrezo de la batalla más salvaje del frente occidental en la Segunda Guerra Mundial. Entre el 16 de diciembre de 1944 y el 29 de enero de 1945, las pérdidas alemanas fueron alrededor de 80.000 entre muertos, heridos y desaparecidos. Los estadounidenses sufrieron algo más de 75.000, de las cuales casi 8.500 muertos. Los británicos perdieron 1.408 hombres, casi 200 muertos. Toda aquella escenografía quedó plantada para siempre en los campos de cultivo y los bosques de las Ardenas, de donde ha regresado Anthony Beevor (Reino Unido, 1946) cargado de historias anónimas y tácticas y egos militares (Hitler, Patton, Montgomery y Eisenhower).

El archiconocido investigador de la guerra demuestra con Ardenas 1944. La última apuesta de Hitler (publicado en Crítica, después de haber entregado su anterior libro a Pasado y Presente) por qué desde 1998 es la referencia de un género que inventó él mismo. Cuando publicó Stalingrado, otra de las campañas más reñidas de la guerra, descubrió un formato alejado de la Academia, en el que la narración de vidas y la ambientación era más importante que la acumulación de datos. El archivo estaba supeditado al relato. Su secreto es planear sobre las estrategias militares y analizar desde arriba los movimientos de los ejércitos, sin olvidar mirar desde abajo, desde la vivencia de los soldados. Beevor consigue hacer del pasado una experiencia, no una investigación.


En las Ardenas ha encontrado material de primera para tumbar de nuevo el academicismo militar. “El cuartel general del I Ejército no era un lugar alegre. Rezumaba resentimiento y frustración por la lentitud de los progresos hechos en el callejón sin salida al que se había llegado aquel otoño”, escribe en la batalla del bosque de Hürtgen, un infierno previo a la ofensiva de las Ardenas. Sólo Beevor –y sus profundos conocimientos- es capaz de colorear así, siete décadas más tarde, un cuartel general.

Maestro de los escenarios: “Antes de que el ruido de la guerra dominara aquella paz espectral, los únicos sonidos que se oían en el bosque eran el viento entre los árboles y el graznido de las águilas que revoloteaban en el alto”. Y de los caracteres: “Hodges, hombre estricto y formalista, con bigote recortado, se mantenía siempre erguido y rara vez sonreía. Tenía un marcado acento sureño, era reacio a tomar decisiones rápidas, y adolecía de falta de imaginación para maniobrar. Parecía más un hombre de negocios en su despacho de la sede de su empresa que un soldado”.

Sí, Beevor no escribe como lo hacen coroneles retirados o paparazis de la Historia. En Ardenas 1944 Beevor regresa a su tono más exigente. Ha vuelto el autor que quiere divulgar memoria, pero sobre todo colocar al lector en el lugar de los hechos e increparle: ¿Y tú cómo habrías actuado? Esta actitud le ha acarreado el sambenito de pornógrafo bélico, porque no escatima ni un dato a la brutalidad de la guerra. Su devoción por el detalle en batalla hace de su trabajo un escrito incómodo, crudo y doloroso, sobre la violencia, la atrocidad y la barbarie. Para unos efectista, para otros honesto: “Lo más enervante de todo aquello eran los gritos de los que tropezaban con alguna mina antipersona y acababan perdiendo una extremidad. “Un hombre dio una patada a una bota para apartara del camino –escribiría más tarde el oficial al mando de la compañía-; entonces se estremeció al ver que la bota todavía tenía dentro un pie”.

Las comillas son sus trincheras. En ellas se refugia y protege cuando destripa la brutalidad y la atrocidad como una parte integral de la lucha. La riqueza de fuentes a las que acude, sobre todo los diarios de soldados, lo confirma. Es curioso cómo al hacer coincidir la memoria anónima con las decisiones históricas de Hitler, Patton, Montgomery o Eisenhower, éstos terminan por presentarse como personajes de una ficción mil veces vista. Todos ellos conviven en la reconstrucción de los acontecimientos, día a día, entre el 16 y el 26 de diciembre, que ha preparado. Una técnica perfecta para mostrar la intensidad de la contienda desde cada metro conquistado y perdido, desde cada muerte en una batalla en la que el fusilamiento de prisioneros “ha sido siempre una práctica mucho más común de lo que los expertos en historia militar han estado dispuestos a reconocer en el pasado, especialmente cuando escribían de sus compatriotas”.

El autor inglés se muestra muy crítico con la cultura de la venganza y con el silencio de los historiadores ante el asesinato a sangre fría de prisioneros de guerra. Lamenta con amargura el sadismo del Kampfgruppe Peiper en la matanza de civiles en Malmédy. “No es de extrañar que los soldados estadounidenses se vengaran, pero sin duda resulta chocante que varios generales, empezando por Bradley, aprobaran abiertamente el fusilamiento de prisioneros de guerra como represalia”.

Y vuelve a quejarse de lo que considera otro error historiográfico: tras el baño de sangre de la Primera Guerra Mundial, los altos mandos de los ejércitos fueron objeto de presión para que redujeran el número de bajas. De modo que recurrieron al uso masivo de bombas y proyectiles de artillería. “Resultado de todo ello fue que se produjo un número mucho más elevado de muertes civiles. EN particular el fósforo blanco era un arma terrible que no establecía ninguna distinción”. Los historiadores lo han ignorado, según dice.

El retrato que hace Beevor de los altos mandos es impagable. Los egos irreconciliables de Monty y Eisenhower o la ceguera de Hitler. Éste aparece como un ser desahuciado que se niega a hacer frente a la realidad y suicidarse. “Los generales alemanes se dieron cuenta de que la gran ofensiva estaba condenada al fracaso al término de la primera semana”. La obstinación de Hitler fue desproporcionada y sólo provocó más barro, más sangre, más muerte y la frustración de su sueño. “Del mismo modo que se había obsesionado con Stalingrado en septiembre de 1942, cuando se le escapó la victoria en el Cáucaso, la reconquista de Bastogne se convirtió para él en el símbolo sustitutivo de la victoria”, escribe.

“La mayoría tenía heridas múltiples, con agujeros de bala en la frente, en las sienes o en la nuca, probablemente consecuencia de la acción de los oficiales que iban de un lado a otro disparando el tiro de gracia. Algunos estaban sin ojos, tal vez devorados por los cuervos. Las cuencas vacías se habían llenado de nieve. Varios cadáveres tenían todavía las manos levantadas a la altura de la cabeza”. Beevor quiere ser el corresponsal en la barbarie, sin ocultar su descarada fascinación por lo que hace que unos hombres se derrumben y otros sobrevivan convertidos en seres de instintos primitivos.


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