«Esto no termina. Esto nunca termina». Así acababa la novela de Günter Grass, Al paso del cangrejo. La frase se refería al nazismo y su memoria histórica, a los que, como en casos anteriores, volvía el escritor. Y tenía razón. El escritor Norman Ohler, que acaba de publicar en Crítica El gran delirio (Hitler, drogas y el III Reich), su primera obra de no ficción, es la prueba de lo alargada que es la sombra de esa memoria histórica. Ohler abre su libro reconociendo la osadía («tiene algo de forzado, casi ridículo») de intentar presentar algún aspecto nuevo sobre el asunto. Pero lo cierra con un breve epílogo en el que un gran experto en la materia, Hans Mommsen, nieto del gran historiador de Roma, reconoce el mérito del autor por «haber revelado sin miramientos la otra cara de la estrategia militar alemana».
Esa otra cara se encontraba en unos archivos desperdigados entre Alemania y Estados Unidos, y mal ordenados, en los que la joya de la corona eran los papeles del médico personal de Hitler, Theo Morell, un personaje que, por sí solo, merece otro libro, preferentemente una novela, una de esas basadas en hechos reales.
Lo que guardaban esos archivos era la prueba del uso masivo de drogas por parte del ejército alemán y de su jefe supremo. Nada que no se hubiera hecho siempre, pero que los nazis, como en casi todo lo que hicieron, llevaron a un extremo justamente delirante. La gran paradoja, la gran mentira, está en que los nazis llegaron al poder envueltos en la bandera de la pureza en muchos aspectos, no sólo el racial, como enemigos de unas drogas que identificaban con los judíos. Enseguida empezaron a consumirlas compulsivamente, llegando Hitler concretamente a convertirse en politoxicómano.