jueves, 8 de octubre de 2009

La batalla de Midway


A los seis meses de guerra en el Pacífico, Japón dominaba la cadena de islas y archipiélagos que media entre Okinawa y Australia, había desembarcado en Nueva Guinea y ocupado Hong-Kong, Malasia y Singapur; su dominio de las rutas marítimas era total salvo en un extremo. La flota de portaviones norteamericana no se encontraba en Pearl Harbor el día del ataque con que se inició la contienda. Las tres portaeronaves del Pacífico, Enterprise, Hornet y Yorktown, eran todo lo que tenía EE. UU. entre Hawaii y la costa californiana.

La estrategia japonesa se reducía, pese a sus victorias iniciales, a una guerra de aguante y destrucción de las fuerzas adversarias, no tanto para atacar directamente EE. UU. como para resistir indefinidamente en sus aguas hasta que Washington accediera a una paz entre iguales. En estas condiciones tenía ante sí, en mayo de 1942, dos opciones contrapuestas. La primera, la consolidación de lo ya conquistado a la espera de la ofensiva norteamericana. La segunda era forzar a EE. UU. a una batalla naval en la que se vieran obligados a exponer el grueso de sus fuerzas.
Para esto, el comandante en jefe de la Flota Imperial, Yamamoto, concibió el ataque contra el atolón de Midway, situado en la línea del meridiano que parte en dos el Pacífico y puerta de las aguas californianas. Acertadamente, el gran estratega japonés suponía que Washington echaría sus portaviones a la gran hoguera en que se convertiría aquella parte del Pacífico.

Dos hechos fundamentales decidirían el curso de la acción. El 18 de abril de 1942, los bombarderos del teniente coronel Doolittle habían atacado Tokio. Los daños habían sido insignificantes para unos aparatos que agotaban su radio de acción en una cabalgada más política que militar, pero el orgullo japonés se veía humillado.
A comienzos de mayo, en el Mar del Coral, se producía la primera batalla aeronaval de la historia. En ella, japoneses y norteamericanos perdían un portaviones por bando, y algunos buques menores, en un encuentro que, aparentando tablas, daba un tiempo precioso a Washington para el rearme de su contingente naval.

Era necesario, urgía Yamamoto, asestar el golpe definitivo a los aeródromos flotantes del enemigo antes de que fuera tarde.


El plan de Tsoroku Yamamoto era ocupar y destruir las instalaciones norteamericanas en Midway provocando la concentración de la flota enemiga en la defensa del atolón y consiguiendo así la destrucción final de ésta. Para ello se establecería una cortina de quince submarinos en tres grupos entre la isla y la costa de EE. UU., al tiempo que el almirante Chuichi Nagumo llevaba la parte central de la batalla con cuatro portaviones, dos acorazados, tres cruceros y doce destructores. A esta fuerza le correspondería destruir con sus aviones las defensas aéreas del atolón y hundir los portaviones americanos.

En su retaguardia formaría la escuadra de Yamamoto, comandante en jefe de la operación, con tres grandes acorazados, otro portaviones, un crucero ligero, 9 destructores, un portahidroaviones y un portasubmarinos enanos.
Paralelamente, por el sur avanzaría sobre Midway el grupo de Kondo, con dos acorazados, un sexto portaviones, diez cruceros, veinte destructores, doce transportes de tropas, cuatro patrulleros, un petrolero, varios buques auxiliares.., y la misión de ocupar físicamente el islote. Por último, Takasu mandaba la cuarta escuadra japonesa, dotada de cuatro acorazados, dos cruceros y doce destructores, con la misión de apoyar a la Fuerza del Norte encargada de ocupar las islas Aleutianas, lo que completaría el despliegue de lo más granado de la Flota Imperial.
Los norteamericanos, que habían logrado descifrar el código de comunicaciones enemigo y tenían suficiente aviso de lo que se avecinaba, habían dispuesto diecinueve submarinos, también en tres grupos, formando un arco protector entre Midway y la avanzada de Nagumo, en una típica pirueta que haría del supuesto cazador una presa acechada. Por el norte, a unas 200 millas de Midway, llegaban la Fuerza Operativa de Spruance, con dos portaviones, seis cruceros y nueve destructores, y la de Fletcher, con otro portaviones, dos cruceros y seis destructores, apostados en una trayectoria que les permitiría interceptar con sus aviones a los barcos de Nagumo cuando éstos buscaran al enemigo en las proximidades del atolón.

La dispersión de sus buques ordenada por Yamamoto hacía que la desproporción de fuerzas resultara más aparente que real. A la hora de la verdad, serían los barcos de Nagumo y, en particular, los portaviones Akagi, Hiryu, Soryu y Kaga los que llevarían el peso del encuentro con los tres grandes buques norteamericanos, sin que los acorazados de Yamamoto, demasiado lejos para actuar e incluso para llevar un control directo de la acción, pudieran intervenir decisivamente.

El almirante norteamericano Chester W. Nimitz, en cambio, sin moverse de Hawaii y gracias a las buenas comunicaciones del bando estadounidense, controlaría mejor la batalla, al tiempo que daba un gran margen de libertad a Fletcher y Spruance.
La fuerza se hallaba, a las 4.30 de la madrugada del 4 de junio, a 240 millas al noroeste de Midway en posición de lanzar su primera oleada de aviones, formada por 72 bombarderos y 36 cazas Zero. Al mismo tiempo, comenzaba a prepararse el contingente de la segunda oleada, formada por 54 bombarderos, 18 de los cuales iban armados con torpedos, y otros 36 cazas. Para patrullar el cielo en torno a la flota quedaba tan sólo una docena de Zeros; puede parecer una protección insuficiente, pero hay que tener en cuenta que la flota japonesa no conocía aún que hubiera ninguna escuadra norteamericana en los alrededores.

En realidad, la flota de Fletcher sólo se hallaba a unas 215 millas en ruta relativamente convergente; y mientras un avión explorador japonés oteaba sin suerte las aguas, un Catalina de la patrulla de vigilancia de Midway descubría los portaviones enemigos a las 5.34 de la madrugada, y minutos después a la gran flota aérea que volaba hacia el atolón. La alarma estaba dada para que el gran cazador fuera quien cayese en la trampa.

El primer combate de la batalla de Midway se libró hacia las 6, a pocos minutos de vuelo de la isla, entre los 27 cazas de la defensa norteamericana y la primera oleada japonesa. Los Buffalo y Wildcat, modelos anticuados, poco podían hacer contra los escurridizos Zero; y, en una sucesión de duelos individuales, 17 defensores caían envueltos en llamas contra sólo dos cazas japoneses, que en realidad derribaría posteriormente la defensa antiaérea.

La primera oleada llegaría, por tanto, sin mayores daños sobre el islote a las 6.28, donde otra vez veía cómo se les había escapado el objetivo más precioso: las formaciones de bombarderos que, sin que ellos lo supieran, volaban ya en busca de la flota japonesa.

Los resultados del bombardeo, aunque graves en lo que afectaba a las instalaciones de servicio, hangares y almacenes, no habían dañado el aeródromo ni el radar, por lo que al regresar a sus bases los aviones japoneses, con una pérdida total de cuatro bombarderos y dos cazas, los defensores podían pensar que habían salido bien librados, excepto en lo referente a su cobertura de caza. Sólo seis aparatos quedaban útiles para afrontar una segunda oleada, que los mismos japoneses consideraban inevitable. Mientras tanto, la primera escuadrilla de Midway llegaba a la vista de su objetivo.

De los 53 aviones norteamericanos que volaban hacia su presa, los primeros en encontrarla fueron 6 Avengers y 4 Marauders, todos ellos bombarderos ligeros armados con torpedos; pero los atacantes, sin protección de caza, eran un tiro al blanco para los Zero. Minutos después de las 7, hora en que empezó el ataque, sólo tres aparatos regresaban a Midway y aún uno de ellos se estrellaría al aterrizar, sin que los grandes buques japoneses sufrieran el menor daño.

Nagumo se disponía entonces a lanzar su segunda oleada contra la isla cuando el avión explorador japonés hizo un portentoso anuncio: flota enemiga a unas 200 millas, avanzando a 20 nudos hacia los barcos japoneses. El almirante tenía que decidir entre enviar sus aparatos cargados de bombas contra Midway o reequipar al menos a una parte con torpedos para hacer frente a la nueva amenaza. Nagumo no tuvo tiempo de decidir el arma, porque la segunda pasada norteamericana estaba ya a la vista. Dieciséis bombarderos Dauntless, tan mal protegidos como los anteriores, atacaban en dos grupos concentrando su fuego en el portaviones Hiryu; pero, una vez más, los Zero harían pedazos a la tropilla destruyendo diez bombarderos, mientras el gran buque registraba tantos impactos a su alrededor que por un momento las columnas de agua lo ocultaron del resto de la flota.

Cuando se disipó la cortina fluida, el Hiryu seguía intacto y los supervivientes americanos se replegaban hacia Midway cosidos a agujeros. Uno de los seis que llegaron al atolón presentaba 259 impactos. Eran las 8 de la mañana y las sorpresas distaban mucho de haber tocado a su fin. Tras los Dauntless llegaban 16 fortalezas B-17, que, desde más de 6.000 metros, nada tenían que temer de la artillería de a bordo ni de los Zero, incapaces de alcanzar esa altitud en el corto tiempo disponible. Pero tampoco sufrieron ningún daño los portaviones, pese a que a su regreso a Midway los pilotos dieran cuenta de fantásticas proezas y afirmaran haber hundido a media flota japonesa.

A las 8.09, el avión explorador japonés informaba de que en la flota enemiga no había más que cruceros y destructores, lo que parecía resolver los problemas de Nagumo. Primero se destruiría Midway y luego habría tiempo para atacar con torpedos a los buques norteamericanos. Al mismo tiempo, se producía el último sacrificio de los aviones del islote. Once bombarderos Vindicator trataban inútilmente de alcanzar al acorazado Haruna y tres de ellos no regresarían a sus bases.

A las 8.20, el avión explorador detectaba por fin la presencia de, al menos, un portaviones norteamericano, lo que cambiaba de nuevo el panorama. Nagumo tenía, además, un problema adicional: la llegada de la primera oleada que había atacado Midway, que debía aterrizar o, por falta de combustible, enterrarse en el mar. Tras unos minutos de agónica indecisión, el almirante optaba por limpiar cubiertas de su segunda oleada para acoger a los peregrinos y sólo entonces disponer sus fuerzas para atacar a la flota enemiga.

A las 9.18, los aviones que volvían de Midway habían sido recobrados y se empezaba a formar el grupo que atacaría a la flota norteamericana, compuesto por 36 bombarderos Val, 54 Kates armados con torpedos y una escolta de 12 Zeros, que era todo de lo que Nagumo podía prescindir para no dejar la flota sin protección aérea. Poco antes se había informado por radio a Yamamoto de que los buques enemigos en lontananza eran la máxima prioridad atacante. A las 10.30 debía despegar el contingente.


Al tener conocimiento de la presencia de portaviones japoneses, el contralmirante Fletcher, al mando del Yorktown, enviaba a Spruance con el Hornet y el Enterprise hacia el sudoeste con una cobertura de seis cruceros y nueve destructores en busca de la flota enemiga. Mientras tanto, el Yorktown recuperaría sus aparatos de patrulla y prepararía la segunda oleada. Spruance calculaba que tendría sus barcos a distancia ideal para el ataque hacia las 9 de la mañana, de forma que los cazas de corto alcance pudieran hacer el viaje de ida y vuelta, pero la evidencia de que los japoneses le habían descubierto obligaba a jugarse el todo por el todo. Por esta razón, a las 7 comenzaban a despegar de sus naves las formaciones aéreas aun sabiendo que muchos pilotos difícilmente tendrían combustible para hallar la pista de regreso. El Hornet ponía en el aire 35 Dauntless, 10 cazas Wildcat y 15 Devastator, mientras que el Enterprise sumaba sus 35 aparatos de la primera clase, 14 torpederos Devastator y otros 10 Wildcat. En total, 119 aviones de combate.

Spruance había dejado tan sólo 34 cazas para la protección de la flota, apostando a que la rapidez del que pega primero sería decisiva para que no hubiera contraataque japonés. Aquellos minutos encerraban la clave de lo que pasaría más tarde. Ambas flotas se sabían al alcance la una de la otra y, como dos pistoleros del viejo Oeste, debían fiarlo todo a la rapidez con que sacaran sus herramientas de combate. Pero, mientras Spruance desenfundaba con arrojo, Nagumo quería tomarse todo el tiempo necesario para completar su panoplia de a bordo. El viejo «pistolero» había perdido los reflejos.

A las 8.38, el Yorktown, que ya había recobrado todos sus aparatos de vigilancia, lanzaba una fuerza de 17 Dauntless, 12 Devastator y 6 Wildcat, guardando una fuerte reserva para la segunda oleada, cuando los japoneses creyeran que ya lo habían visto todo.

Paralelamente, la flota japonesa había variado ligeramente de rumbo derrotando al norte, con las más imprevisibles consecuencias. La mayor parte de los aparatos del Hornet, lanzados en formaciones sucesivas, hallaría únicamente el azul del mar donde se suponía que aguardaban los buques japoneses, como inocentes patos en un estanque.

De entre todos los comandantes de escuadrilla tan sólo uno, para su desgracia, John C. Waldron, había intuido correctamente el rumbo de los japoneses. Al mando de sus 15 Devastator, torpones y sin caza protectora, el resuelto piloto volaba hacia su destino.

Más de 50 Zeros destrozaban a los 15 aviones atacantes, en segundos más que minutos, cuando a las 9.25 hicieron su aparición en el horizonte, sin que ninguno de los torpedos, que con determinación suicida lograron descolgar, causara el menor daño a los barcos de Nagumo. Eran ya las 9.35 cuando los primeros bombarderos del Enterprise llegaban a la vista del objetivo, sin que los 14 Devastator tuvieran mejor suerte que los anteriores, pues sólo 8 volverían a la base y ninguno de los siete torpedos lanzados contra el Hiryu haría más que cortar la respiración de los marinos japoneses, hasta que comprobaron que su rápida maniobra dejaba perderse a los proyectiles enemigos en un rastro de inofensiva espuma. Pero, cuando el júbilo de los hombres de Nagumo creía haberse ganado el derecho al reposo, una nueva oleada de aviones norteamericanos aparecía en el cielo.

Hasta el más optimista de los comandantes japoneses comprendía que, por muchas que fueran sus proezas defensivas, aquella guardia cerrada no podría mantenerse indefinidamente si las reservas del enemigo eran tan inagotables como parecía. Pero la fortuna no había abandonado aún a Nagumo. La formación de aviones del Yorktown era la primera en llegar integrada por bombarderos y cazas, con 13 Devastator y 6 Wildcat. Eran las 10 de la mañana. Pero los Zero, aunque exhaustos, seguían siendo los dueños de la situación y los cazas norteamericanos no pudieron dar ninguna protección a su flota bajo el ataque de un enjambre de aparatos enemigos, que apenas habían sufrido bajas en los raids anteriores.

Hasta aquel momento, de más de 40 aviones torpederos, sólo 6 habían sobrevivido; y de un total de 92 aparatos de todas clases, 55 habían sido derribados, sin que ni un solo blanco se hubiera producido en la flota japonesa. A las 10.25, Nagumo creía pasado lo peor, y ordenaba que el grueso de su fuerza aérea se preparase a la destrucción de los portaviones enemigos, para, más tarde, ocuparse tranquilamente de Midway.

Pero el almirante japonés, al cabo de más de cinco horas de combate agotador y con toda su flota en confusión por la necesidad de esquivar el diluvio de hierro que les había venido del cielo, había olvidado una regla básica del combate aeronaval. Donde había portaviones debía de haber también bombarderos en picado. Nagumo, acostumbrado a batir a los Devastator y Wildcat al nivel de las olas, había dejado de mirar hacia las nubes.

McClusky con 37 Dauntless del Enterprise había seguido el mismo rumbo que otras escuadrillas del Hornet, pero al virar en busca de la flota enemiga había tenido la fortuna de hallar la estela de un destructor japonés que se había quedado atrás y que ahora esprintaba para reunirse con sus hermanos mayores.

A más de 30 nudos, era la liebre que llevaba al galgo hasta la camada.

Paralelamente, el comandante Leslie con 17 Dauntless del Yorktown llegaba a tiempo a su cita con los barcos de Nagumo. Ambas formaciones, ocultas en las nubes a más de tres mil metros, atacaron en rutas opuestas y convergentes cuando los portaviones tenían a todos sus aparatos en cubierta o preparándose para ser izados. Los Dauntless de Leslie eligieron al Kaga como víctima y en apenas unos segundos, hacia las 10.30 de la mañana, el portaviones encajaba cuatro impactos directos, convirtiéndose en una carcasa flotante. Al mismo tiempo, los bombarderos de McClusky se ensañaban con el Akagi, el barco insignia de Nagumo, y el Soryu. El primero recibía dos impactos directos, convirtiendo al buque en una antorcha. Con todo, el Kaga sólo se hundiría tras horas de esfuerzos por apagar los incendios, a las 19.25, y el Akagi era hundido por los torpedos de los propios destructores japoneses al salir el sol del día siguiente. El almirante Nagumo había tenido que ser trasladado prácticamente a rastras al crucero Nagara, cuando ya se sentía moralmente derrotado.
Tras atacar al Akagi, los bombarderos de McClusky hacían tres blancos en el Soryu, cuya única indicación de que el cielo volvía a ser enemigo había procedido de las explosiones en el primer buque atacado.

El capitán Yaginamoto optaría por hundirse con su barco a las 19.13 empuñando la bandera y la espada de ceremonial. Con los tres grandes buques, casi 2.000 marinos se enterraban en las aguas y cerca de 200 aparatos les acompañaban al costo de sólo 9 de los aviones norteamericanos. Poco después de las 10.30, de los cuatro portaviones japoneses sólo quedaba a flote el Hiryu, mandado por el vicealmirante Yamaguchi. De su cubierta despegaban a las 11 h. 18 bombarderos Val con 6 Zero de escolta. El radar, con una detección de 20 minutos de vuelo, negaba el efecto sorpresa y la caza americana hacía trizas al grueso de esta fuerza; sin embargo, seis de los bombarderos hicieron tres impactos en el Yorktown, que, alcanzado en las calderas, quedaba inmóvil veinte minutos después del ataque.

Increíblemente, a las 13.40 el Yorktown había reparado cuatro de las calderas y, aunque sin armamento útil, marchaba a 18 nudos; tenía reparada la cubierta, con algunos aparatos en ella, y ponía rumbo a Pearl Harbor. En ese momento aparecía la segunda mini oleada japonesa, con 10 torpederos Kate y 6 cazas Zero. Prácticamente lo único que aún volaba en la flota imperial. Cinco de los primeros lograron atravesar la cortina de cazas americana y dar con dos torpedos en el casco del portaviones, con lo que su ruina parecía segura. A las 14.56 se daba orden de abandonar el buque, que no por ello se resignaba a hundirse. Mientras, a las 16.30, cinco Kate y tres Zero supervivientes volvían al Hiryu. Los aviadores japoneses habían confundido al Yorktown reparado con otro portaviones nuevo, por lo que calculaban que, si a favor de la noche con los restos de su flota aérea lograban hundir a un «tercer» portaviones, la lucha quedaría igualada y sólo restaría esperar la llegada de los grandes buques de Yamamoto para decidir la batalla. Pero la última tentativa del Hiryu nunca vería la luz.

Aun antes de que los japoneses lanzaran su contraataque sobre el Yorktown, Spruance andaba a la caza del único portaviones enemigo a flote. El primer lanzamiento decisivo se hizo desde el Enterprise a las 15.30 con un total de 24 bombarderos, a los que poco después seguían 16 del Hornet, unos y otros sin cazas, porque también los norteamericanos estaban llegando al límite de sus recursos.

A las 17.03, cuando el Hiryu se preparaba para lanzar un avión explorador que diera las coordenadas para el ataque nocturno, los Dauntless del Enterprise hacían el primero de sus cuatro impactos directos y, con el barco envuelto en llamas, iniciaban el ataque contra la cortina protectora de acorazados y cruceros, misión a la que se unieron los aviones del contumaz McClusky. Increíblemente, ningún buque resultó alcanzado y la armada japonesa se retiró con el Hiryu aún a flote, hasta el punto de que únicamente a las 5.30 del día 5 dos submarinos japoneses se decidían a hundirlo con torpedos pese a que estaba a bordo el almirante Yamaguchi, que se había negado a abandonar la nave. Unas horas antes, a las 2.55 de la madrugada, Yamamoto lo daba todo por perdido, después de considerar durante unas horas la vana proposición de atraer a los buques americanos para batirles con la fuerza que aún conservaba a su mando. Pero, si algo había quedado claro en Midway, era que el fuego de los buques de superficie no podía hacer frente a los aparatos de los portaviones, y que sólo la defensa aérea, avión contra avión, podía tener la oportunidad del contraataque, destruyendo los aparatos enemigos. Sin aviones, Yamamoto y Nagumo optaban por el repliegue.

El epílogo de la batalla no podría ya variar el curso de la misma, por sangriento que fuese. El crucero Mikuma sería hundido por las oleadas de Dauntless en la tarde del día 5, y un submarino japonés, el I-168 del comandante Tanabe, colocaría tres nuevos torpedos en el Yorktown el día 6, cuando fuerzas de socorro de Midway intentaban de nuevo salvar al buque. El portaviones no se hundiría hasta las 6 de la madrugada del día 8, cuando ya la flota imperial se hallaba lejos del alcance de los aviones de Fletcher y Spruance.

Midway puede ser considerada legítimamente el Trafalgar del siglo XX, la batalla en la que se decidió la supremacía naval en el Pacífico y el curso de la guerra. Ello no significa que, de ganar la gran batalla los japoneses, el resultado de la contienda en Asia hubiera sido otro radicalmente diferente, pero sí que Tokio habría ganado el tiempo que necesitaba para una larga guerra de desgaste en la que Washington hubiera podido llegar a conformarse con menos que la victoria incondicional.

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