Iwo Jima nunca fue precisamente un paraíso. Son 21 kilómetros cuadrados con actividad volcánica y un suelo del que brotan vapores sulfurosos: su nombre significa en japonés Isla del Azufre. La descubrió el español Bernardo de la Torre en el siglo XVI y, allá por 1940, malvivían allí mil personas dedicadas a la minería del azufre, la pesca y el cultivo de la caña de azúcar. Pero durante cinco semanas, en 1945, este trozo de tierra inhóspito y poco deseable se convirtió en algo todavía peor, lo más parecido al infierno en la tierra: la batalla de Iwo Jima, uno de los episodios más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial, dejó más de 28.000 muertos. En el bando japonés, sólo sobrevivieron 216 de sus 22.786 soldados, y los cuerpos de 12.000 jamás se recuperaron de la isla. «Durante la batalla, fue uno de los lugares más densamente poblados del mundo. Después, se convirtió en uno de los cementerios más densamente poblados del mundo», resumió la revista 'Life' un mes después de la contienda.
La semana pasada, dos docenas de veteranos estadounidenses regresaron a la isla, como parte de la delegación de ambos países que celebró un memorial por el 65 aniversario de la batalla. Y seguro que alguno, curado ya de heroísmos por el paso de los años, reflexionó sobre el absurdo de que ese inútil pedazo de tierra cubierto de arena negra se cobrase tantas vidas. Son las paradojas de la guerra: en febrero de 1945, Iwo Jima era una escala ideal entre las Marianas, en manos de Estados Unidos, y Japón. Y, para colmo, el Ejército imperial quería causar el mayor número posible de bajas, con el objetivo de borrar de la mente de los americanos todo propósito de invadir el país enemigo. El teniente general Tadamichi Kuribayashi organizó una defensa imaginativa, con las posiciones conectadas por túneles, y no ordenó abrir fuego hasta que miles de marines habían desembarcado. Desde el principio dio por hecho que tanto él como sus hombres iban a morir.
Lo que quedó de aquella batalla en la memoria colectiva fue, fundamentalmente, una foto: 'Alzando la bandera en Iwo Jima', de Joe Rosenthal, que captó con grandeza escultórica el momento en el que seis militares levantaban el mástil en lo alto del monte Suribachi, la cumbre de la isla. Otra cosa es lo que quedó en la memoria de quienes estuvieron allí: un espantoso matadero de hombres. El corresponsal de 'Life', Robert Sherrod, curtido en horrores tras seguir al Ejército estadounidense durante buena parte de la campaña, lo describió de manera gráfica: «En ningún sitio del Pacífico he visto cuerpos tan destrozados. Muchos estaban directamente seccionados en dos. Piernas y brazos yacían a quince metros del cuerpo más cercano». Tres de los seis protagonistas de la foto de Rosenthal perdieron la vida en el combate.
'Bulldozers' para los cuerpos
Jerry Yellin, uno de los participantes en el memorial del 3 de marzo, fue piloto de cazas en la guerra y llegó a Iwo Jima en plena batalla. «A un lado, había montones y montones y montones de cuerpos de soldados japoneses que eran empujados con 'bulldozers' a fosas comunes -describió en una entrevista con la cadena CNN, tras pisar de nuevo la isla-. Y justo detrás de la zona de nuestro escuadrón estaba el depósito de cadáveres de los marines, donde colocaban los cuerpos, comprobaban sus chapas de identificación y les tomaban las huellas». En estos 65 años, Yellin no ha podido olvidar el olor de tanta muerte junta, y también le ha costado recuperarse de algunas cicatrices en el espíritu: según cuenta en su libro 'De guerra y bodas', su odio a los japoneses duró hasta finales de los 80, cuando su hijo se casó con una chica del país asiático, hija de un aviador del Ejército imperial.
«Yo le odiaba a él y él me odiaba a mí -admite en la entrevista-. Nos conocimos tres días antes de la boda. Y él me dijo: 'Cualquiera que pueda atacar a los japoneses con un P-51 y sobrevivir ha de ser un hombre valiente, y yo quiero la sangre de ese hombre corriendo por las venas de mis nietos'».
No imagino mejor halago de un antiguo enemigo que la del consuegro japonés de ese piloto.
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