Los estrategas militares de la larga posguerra española acometieron a partir de los años cuarenta la obra subterránea más ambiciosa que se conoce del sistema defensivo de Canarias. Bajo las laderas que rodean el cauce del barranco de Tamaraceite en su camino hacia el Auditorio horadaron un laberinto de túneles que alcanza una superficie de 7.304 metros cuadrados.
A partir del año 2006 comenzó el proceso de desmilitarización de los 168.500 metros cuadrados del llamado cuartel Manuel Lois, y es ahora por primera vez cuando un periódico accede a los planos originales de la potente infraestructura. El espacio creado para la guerra se convertirá en un área sociocultural que reforzará la candidatura de Las Palmas de Gran Canaria a la Capitalidad Europea en 2016.
El equipo de arquitectos integrado por Beatriz Ruiz de la Torre, David Martell Sosa y José Manuel Cruz, responsable de la primera fase de rehabilitación de las zonas de edificación, aún trabaja en desentrañar los secretos de los planos de la Dirección de Construcciones e Industrias Navales Militares. El papel (el primero de los proyectos data de 1944) y la constatación física acaban de entrada con una de las leyendas urbanas: ninguno de los túneles llega hasta el mar ni conecta con la Base Naval. Frente a la fábula, la realidad: el laberinto sólo se puede descifrar con los proyectos en la mano, y su funcionalidad esconde los secretos constructivos desplegados en Europa a partir de la I Guerra Mundial, y que alcanzan su máximo apogeo a partir de la II Guerra Mundial y con la posterior Guerra Fría con ejemplos como la Línea Maginot (desde Bélgica hasta Suiza haciendo frontera con Alemania) o el mismo Gibraltar.
Los casi 8.000 metros cuadrados de túneles escondían en sus entrañas una central eléctrica, un almacén de torpedos, un polvorín doble, dos polvorines simples, un almacén de artificios y un almacén de minas. Los pasillos hormigonados permiten, en algunos casos, la circulación de camiones que descargan en muelles hasta los que llegan los raíles de las vagonetas.
La carga tenía como destino enormes salas (12 metros de ancho por 48 de largo, y 10 de altura) de almacenamiento, con un modelo de puente-grúa para la colocación de los proyectiles. Unas seis décadas después de la finalización de la construcción del complejo bélico, las puertas acorazadas con giro de cremallera se mantienen firmes frente a los actos vandálicos, y la estructura de los túneles y las grandes cámaras resisten el paso del tiempo.
Los expertos subrayan "una singularidad espacial que permite, tras la desaparición del uso inicial, transformaciones para otros fines". El objetivo, tras su desmilitarización, es adaptarlos para la creación, desde proyectos audiovisuales, instalaciones artísticas, exposiciones o propuestas musicales. La huella bélica impregna unos corredores en los que destacan, sobre todo, unas rejillas de ventilación que tienen sus puntos de aire en las laderas del Barranco.
Una mirada a las montañas permite apreciar los emboquillados de los respiraderos que alimentan con bocanadas de oxígeno el subsuelo. La red de túneles mantiene una temperatura permanente de 15 grados, un bioclima obtenido no sólo por el cobijo de las entrañas de la Tierra, sino también por el laborioso sistema de ventilación natural. La opción cambiará a forzada, con medios mecánicos, en los espacios en los que transitan camiones.
La construcción más atractiva se concentra en el túnel que los ingenieros llamaron en 1946 Polvorín Subterráneo para Artificios. Su recorrido interior no permite conocer su singularidad, a no ser que el guía tenga un conocimiento previo de la forma. Una vez que se despliega el plano se identifica una fisonomía en H, determinada por cuatros casetas, también denominadas celdas, que tenían por finalidad permitir la manipulación aislada de explosivos. Las cuatro habitaciones son, aparentemente, independientes, y están construidas en madera, levantadas del suelo del túnel y separadas de los laterales para evitar la humedad. Para un indocumentado en la materia podrían pasar por estancias que, a la manera de un búnker, servirían para esconder a personas.
Pero el polvorín de la zona D2, con 700 metros cuadrados entre sus dos bocas de entrada y las cuatro cámaras, aún esconde otro secreto. Las cuatro habitaciones están comunicadas entre ellas por unos pasillos en forma de X, que en su punto de unión tiene una chimenea de ventilación que atraviesa la montaña en vertical y acaba en un respiradero con techo circular que finaliza en punta. La enigmática forma asomando en la montaña es visible desde el fondo del barranco, al lado de una típica garita para los soldados.
El tubo de ventilación, horadado de arriba a abajo, y desarrollado con un estudio al milímetro para conectar con el punto exacto del subsuelo, permite conocer en su trayectoria las técnicas para evitar los efectos de un hipotético ataque al polvorín. En este sentido, nada más descriptivo que un enorme bloque de hormigón macizo anclado al terreno y a la estructura de la chimenea, cuya misión es contener los efectos de la onda expansiva.
El carácter defensivo reaparece en el denominado almacén de torpedos, en el sector K1, donde el túnel de entrada sufre una modificación de trazado que tiene por objetivo burlar un ataque a través del emboquillado de la fortificación.
Tras visitar el túnel D1, con una cámara para minas de 2.470 metros cuadrados, la pregunta es cuánto costó la infraestructura levantada por la Armada para su Infantería, y la segunda es por qué adquirió una dimensión tan grande. En relación al presupuesto, su larga duración demuestra que no fue fácil para la precaria industria militar española de posguerra afrontar el pago de materiales y de jornales de trabajadores. Un experto en edificación de túneles calcula que en los años cuarenta los casi 8.000 metros cuadrados llegaron a unos 30 millones de pesetas en hormigón, mano de obra y maquinaria, es decir, unas 2.000 millones de pesetas de las de hace poco (12 millones de euros).
El gasto no deja de ser llamativo en un periodo en que Canarias estaba sumergida en las carencias de la autarquía económica, con desabastecimientos básicos por su posición comprometida entre los dos bloques de la Segunda Guerra Mundial. Mientras ello ocurría, en pleno Mando Económico de García Escámez, los estrategas de Franco arañaban titánicamente el interior de las montañas del final del barranco de Tamaraceite (para los ingenieros militares, de Guanarteme). Para la excavación, la época ya permitía el uso de algún tipo de máquina, mientras que la sujeción de las paredes laterales y de los techos podía hacerse con técnicas, entre otras, como la del encofrado deslizante. Un artilugio de madera que sostiene el hormigón inyectado hasta que fragua. Una vez obtenido el secado, se vuelve a rodar el encofrado para avanzar en el afianzamiento de la estructura. Hoy día este tipo de operaciones se solventa con la utilización de un material que se adhiere a la roca y que por su solidez descarta desprendimientos futuros.
En el A1, con una cámara de 260 metros cuadrados, queda la arqueología industrial más visible. Se trata de un generador de luz, quizás el motor reciclado de un submarino, que daba luz a los habitantes del cuartel Manuel Lois, que en los años setenta pudieron llegar a unos 1.000 con motivo de la fase crítica de la Marcha Verde de Marruecos sobre el Sahara. De allí retornaron unos barracones que el proyecto de rehabilitación tiene previsto utilizar, y que fueron construidos para soportar altas temperaturas y a los que se les dará una misión de paz y de creación cultural. Más abajo, el pozo de agua de Los Martinón, uno de los más antiguos de Gran Canaria, y cerca de los respiraderos de los túneles los huecos de las Cuevas del Rey, asentamientos prehispánicos protegidos de gran valor arqueológico, y más allá, en las laderas, los cambios de tonalidad de un territorio que informan del pasado geológico de la isla de Gran Canaria.
La leyenda llama a esta geografía que fue ocupada a lo grande por los militares. ¿Quisieron alcanzar el mar, o al menos aproximarse lo más posible? No estaban lejos, y un drenaje del barranco hubiese permitido una subida de la marea. ¿Participó una mano de obra cualificada extranjera en la realización de los túneles y en su equipamiento? Tampoco hay constancia de ello en la documentación oficial. Juan José Díaz Benítez, doctor en Historia por la ULPGC, y gran conocedor de la etapa militar de la Isla durante la Segunda Guerra Mundial, destaca que ni del Instituto de Historia y Cultura Naval, ni del Archivo de la Administración General de Alcalá de Henares, se puede cotejar una participación de ingenieros del Tercer Reich alemán en la construcción. De igual manera, se refiere a la presencia, como se ha llegado a decir, de técnicos de la Krupp. "No hay nada al respecto. Los ingenieros españoles ya tenían experiencia en este tipo de infraestructuras, y de los Krupp sólo hay señales en dos baterías, en Mesas de San Juan y Melenara, y sólo en lo que se refiere al armamento", subraya.
A partir del año 2006 comenzó el proceso de desmilitarización de los 168.500 metros cuadrados del llamado cuartel Manuel Lois, y es ahora por primera vez cuando un periódico accede a los planos originales de la potente infraestructura. El espacio creado para la guerra se convertirá en un área sociocultural que reforzará la candidatura de Las Palmas de Gran Canaria a la Capitalidad Europea en 2016.
El equipo de arquitectos integrado por Beatriz Ruiz de la Torre, David Martell Sosa y José Manuel Cruz, responsable de la primera fase de rehabilitación de las zonas de edificación, aún trabaja en desentrañar los secretos de los planos de la Dirección de Construcciones e Industrias Navales Militares. El papel (el primero de los proyectos data de 1944) y la constatación física acaban de entrada con una de las leyendas urbanas: ninguno de los túneles llega hasta el mar ni conecta con la Base Naval. Frente a la fábula, la realidad: el laberinto sólo se puede descifrar con los proyectos en la mano, y su funcionalidad esconde los secretos constructivos desplegados en Europa a partir de la I Guerra Mundial, y que alcanzan su máximo apogeo a partir de la II Guerra Mundial y con la posterior Guerra Fría con ejemplos como la Línea Maginot (desde Bélgica hasta Suiza haciendo frontera con Alemania) o el mismo Gibraltar.
Los casi 8.000 metros cuadrados de túneles escondían en sus entrañas una central eléctrica, un almacén de torpedos, un polvorín doble, dos polvorines simples, un almacén de artificios y un almacén de minas. Los pasillos hormigonados permiten, en algunos casos, la circulación de camiones que descargan en muelles hasta los que llegan los raíles de las vagonetas.
La carga tenía como destino enormes salas (12 metros de ancho por 48 de largo, y 10 de altura) de almacenamiento, con un modelo de puente-grúa para la colocación de los proyectiles. Unas seis décadas después de la finalización de la construcción del complejo bélico, las puertas acorazadas con giro de cremallera se mantienen firmes frente a los actos vandálicos, y la estructura de los túneles y las grandes cámaras resisten el paso del tiempo.
Los expertos subrayan "una singularidad espacial que permite, tras la desaparición del uso inicial, transformaciones para otros fines". El objetivo, tras su desmilitarización, es adaptarlos para la creación, desde proyectos audiovisuales, instalaciones artísticas, exposiciones o propuestas musicales. La huella bélica impregna unos corredores en los que destacan, sobre todo, unas rejillas de ventilación que tienen sus puntos de aire en las laderas del Barranco.
Una mirada a las montañas permite apreciar los emboquillados de los respiraderos que alimentan con bocanadas de oxígeno el subsuelo. La red de túneles mantiene una temperatura permanente de 15 grados, un bioclima obtenido no sólo por el cobijo de las entrañas de la Tierra, sino también por el laborioso sistema de ventilación natural. La opción cambiará a forzada, con medios mecánicos, en los espacios en los que transitan camiones.
La construcción más atractiva se concentra en el túnel que los ingenieros llamaron en 1946 Polvorín Subterráneo para Artificios. Su recorrido interior no permite conocer su singularidad, a no ser que el guía tenga un conocimiento previo de la forma. Una vez que se despliega el plano se identifica una fisonomía en H, determinada por cuatros casetas, también denominadas celdas, que tenían por finalidad permitir la manipulación aislada de explosivos. Las cuatro habitaciones son, aparentemente, independientes, y están construidas en madera, levantadas del suelo del túnel y separadas de los laterales para evitar la humedad. Para un indocumentado en la materia podrían pasar por estancias que, a la manera de un búnker, servirían para esconder a personas.
Pero el polvorín de la zona D2, con 700 metros cuadrados entre sus dos bocas de entrada y las cuatro cámaras, aún esconde otro secreto. Las cuatro habitaciones están comunicadas entre ellas por unos pasillos en forma de X, que en su punto de unión tiene una chimenea de ventilación que atraviesa la montaña en vertical y acaba en un respiradero con techo circular que finaliza en punta. La enigmática forma asomando en la montaña es visible desde el fondo del barranco, al lado de una típica garita para los soldados.
El tubo de ventilación, horadado de arriba a abajo, y desarrollado con un estudio al milímetro para conectar con el punto exacto del subsuelo, permite conocer en su trayectoria las técnicas para evitar los efectos de un hipotético ataque al polvorín. En este sentido, nada más descriptivo que un enorme bloque de hormigón macizo anclado al terreno y a la estructura de la chimenea, cuya misión es contener los efectos de la onda expansiva.
El carácter defensivo reaparece en el denominado almacén de torpedos, en el sector K1, donde el túnel de entrada sufre una modificación de trazado que tiene por objetivo burlar un ataque a través del emboquillado de la fortificación.
Tras visitar el túnel D1, con una cámara para minas de 2.470 metros cuadrados, la pregunta es cuánto costó la infraestructura levantada por la Armada para su Infantería, y la segunda es por qué adquirió una dimensión tan grande. En relación al presupuesto, su larga duración demuestra que no fue fácil para la precaria industria militar española de posguerra afrontar el pago de materiales y de jornales de trabajadores. Un experto en edificación de túneles calcula que en los años cuarenta los casi 8.000 metros cuadrados llegaron a unos 30 millones de pesetas en hormigón, mano de obra y maquinaria, es decir, unas 2.000 millones de pesetas de las de hace poco (12 millones de euros).
El gasto no deja de ser llamativo en un periodo en que Canarias estaba sumergida en las carencias de la autarquía económica, con desabastecimientos básicos por su posición comprometida entre los dos bloques de la Segunda Guerra Mundial. Mientras ello ocurría, en pleno Mando Económico de García Escámez, los estrategas de Franco arañaban titánicamente el interior de las montañas del final del barranco de Tamaraceite (para los ingenieros militares, de Guanarteme). Para la excavación, la época ya permitía el uso de algún tipo de máquina, mientras que la sujeción de las paredes laterales y de los techos podía hacerse con técnicas, entre otras, como la del encofrado deslizante. Un artilugio de madera que sostiene el hormigón inyectado hasta que fragua. Una vez obtenido el secado, se vuelve a rodar el encofrado para avanzar en el afianzamiento de la estructura. Hoy día este tipo de operaciones se solventa con la utilización de un material que se adhiere a la roca y que por su solidez descarta desprendimientos futuros.
En el A1, con una cámara de 260 metros cuadrados, queda la arqueología industrial más visible. Se trata de un generador de luz, quizás el motor reciclado de un submarino, que daba luz a los habitantes del cuartel Manuel Lois, que en los años setenta pudieron llegar a unos 1.000 con motivo de la fase crítica de la Marcha Verde de Marruecos sobre el Sahara. De allí retornaron unos barracones que el proyecto de rehabilitación tiene previsto utilizar, y que fueron construidos para soportar altas temperaturas y a los que se les dará una misión de paz y de creación cultural. Más abajo, el pozo de agua de Los Martinón, uno de los más antiguos de Gran Canaria, y cerca de los respiraderos de los túneles los huecos de las Cuevas del Rey, asentamientos prehispánicos protegidos de gran valor arqueológico, y más allá, en las laderas, los cambios de tonalidad de un territorio que informan del pasado geológico de la isla de Gran Canaria.
La leyenda llama a esta geografía que fue ocupada a lo grande por los militares. ¿Quisieron alcanzar el mar, o al menos aproximarse lo más posible? No estaban lejos, y un drenaje del barranco hubiese permitido una subida de la marea. ¿Participó una mano de obra cualificada extranjera en la realización de los túneles y en su equipamiento? Tampoco hay constancia de ello en la documentación oficial. Juan José Díaz Benítez, doctor en Historia por la ULPGC, y gran conocedor de la etapa militar de la Isla durante la Segunda Guerra Mundial, destaca que ni del Instituto de Historia y Cultura Naval, ni del Archivo de la Administración General de Alcalá de Henares, se puede cotejar una participación de ingenieros del Tercer Reich alemán en la construcción. De igual manera, se refiere a la presencia, como se ha llegado a decir, de técnicos de la Krupp. "No hay nada al respecto. Los ingenieros españoles ya tenían experiencia en este tipo de infraestructuras, y de los Krupp sólo hay señales en dos baterías, en Mesas de San Juan y Melenara, y sólo en lo que se refiere al armamento", subraya.
Sin duda dos obras faraónicas por sus dimensiones con alto valor estratégico y militar. Resulta casi increíble.
ResponderEliminarSaludos.