lunes, 27 de julio de 2009

La caída de Berlín

El 22 de abril de 1945, las fuerzas soviéticas entraban en el barrio de Pankow, 5 km al norte del centro de Berlín. Cuando ya todo estaba perdido, Hitler y los más destacados protagonistas del nazismo esperaban en el búnker de la Cancillería un último milagro, o en todo caso, la oportunidad de encontrar un final grandioso. Mientras tanto, en la calle, entre bombas y llamas, sumidos en una oscuridad casi total. Viejos y niños continuaban combatiendo en una desesperada e inútil batalla. La guerra tocaba a su fin en Europa.

En el momento en que comenzaba el año 1945 —exactamente cinco minutos después de media noche—. Hitler envió por radio su mensaje de Año Nuevo a un pueblo maltrecho y destruido. Les explicó que estaban ganando la guerra: «Mi fe en el porvenir de nuestro pueblo permanece inquebrantable», decía en el mismo momento en que sobre Berlín caían por centenares bombas de dos mil kilos. Era el bombardeo más duro de la guerra. Casi a la misma hora, Churchill hablaba en el Club de la Primavera: prometía también la victoria: «Antes de que pasen muchos meses, la banda siniestra que ha dominado este desgraciado continente durante demasiado tiempo habrá sido barrida. » La previsión exacta era la de Churchill, con una diferencia sobre sus cálculos: Churchill creía que la guerra podría terminar el 1 de octubre de 1945 en Europa y, en realidad, terminó el 30 de abril. Quizá cuando Hitler hablaba entre el fragor de las bombas y de los cañones antiaéreos estaba ya pensando lo mismo en su refugio de la Cancillería, el búnker que ha dado después su nombre a las últimas resistencias sin porvenir. El 16 de ese mismo mes de enero, el Führer durmió allí por primera vez. Había estado visitando el frente de las Ardenas. Cuando regresó a Berlín, después de hacer una visita al matrimonio Goebbeis - llevó él mismo su té en un termo, para no consumir el de sus amigos—. Prefirió dormir en el búnker, que le ofrecía más seguridad. De todas formas no se instaló en él hasta el 16 de febrero. Probablemente le decidió el bombardeo británico de la ciudad de Dresde (la sucesión de bombardeos que arrasaron la ciudad entre el 13 y el 16), en el que habían muerto unas 135.000 personas: más de las que morirían, poco después, a consecuencia de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.

Berlín bajo las bombas

Berlín sufría ataques incesantes: el 3 de febrero, mil fortalezas aéreas de los Estados Unidos lanzaban bombas incendiarias y explosivas sobre la ciudad. «Fue indiscutiblemente la prueba más terrible sufrida por Berlín», relataba un periodista sueco que estaba en la ciudad y que vio a los desertores y a los obreros extranjeros «sembrando el terror en las calles». Horst Lange escribía su diario berlinés en aquellos momentos. «Todos los días se observan en los tranvías y en el metro estallidos insensatos e histéricos de pasajeros: en un ambiente de silenciosa intranquilidad rompe de pronto una nueva situación de furia, hasta que la persona que la ha provocado se hunde de nuevo en el silencio. Gritos, lágrimas, acusaciones inútiles... », anotaba el 3 de febrero. Y el 4: «Epidemia de suicidios. Ha ocurrido un caso terrible con una muchacha que vivía en nuestra casa: se ha quemado viva. Un joven miembro de las SS se envenena junto con su esposa (...) En la carta de despedida se han encontrado estas líneas: “...es mejor morir ahora voluntariamente que ser asesinado dentro de poco por los rusos...”» Va apuntando imágenes en los días sucesivos: dos paquetes de tabaco que se cambian por féretros para dos suicidas (a los que quitan la ropa antes de enterrarlos: los supervivientes no tienen con qué vestirse). Ancianos con viejos mosquetones oxidados colgando de cuerdas o cintas; heridos con vendas ensangrentadas; refugiados con bultos de ropa; «un hombre que llevaba consigo una mandolina enfundada en un estuche de cuero artificial»; grandes embudos abiertos en las calles por las bombas; tranvías incendiados; «una mujer hombruna conduce un tractor por la Plaza de Leipzig remolcando una pieza de artillería pesada». La radio exige que no se ofrezca comida ni alojamiento a los desertores, y dice: «no deis cuartel alguno a esos canallas y cobardes, arrolladlos con vuestros vehículos, arrojadlos de los vagones del metro». Una orden autoriza a los oficiales a fusilar en el acto a los soldados alemanes que se entreguen al pillaje en ciudades alemanas; poco después se insta a los soldados para que detengan y ejecuten a sus superiores si éstos son culpables de deserción o de pillaje...

El cerco se estrecha

La guerra apretaba cada vez más a Alemania. El día en que Hitler bajaba por primera vez al refugio que iba a ser su tumba, los soldados del Ejército Rojo llegaban a Prusia Oriental y tomaban Varsovia; tres días después el gobierno húngaro cambiaba de frente y declaraba la guerra a Alemania. El 1 de febrero, las fuerzas soviéticas llegaban al Oder, entre Küstrin y Frankfurt, y el 8 de febrero comenzaba la ofensiva británica en el Rin, que los americanos cruzarían el 7 de marzo...

¿Qué esperaba Hitler en el búnker? Entre otras cosas, un milagro descendido del Walhalla. Las esperanzas militares aún tenían menos posibilidades. Entre los proyectos de armas nuevas y, en teoría, definitivas que le ofrecían sus técnicos estaban el caza a reacción y un desarrollo del cohete «V 2». Llegó hasta él alguien que le prometió «el rayo de la muerte». No cesaba de imaginar soluciones políticas, hasta las más extremas: dejaría su puesto a Martín Bormann, con quien los angloamericanos podrían tratar. Se sabe qué tratado imaginaba: una última alianza con los países democráticos para, entre todos, destruir a la Unión Soviética.

Un cuerpo vacilante y agotado

Los servicios de información le intoxicaban: le daban partes según los cuales no sólo los países democráticos mantenían querellas con los soviéticos, sino que incluso las mantenían entre ellos a propósito de la delimitación de zonas de ocupación. El mariscal Kesseiring le había llevado documentos capturados según los cuales esta querella existía realmente; pero Hitler la sobrestimaba, en su desesperación, hasta el punto de imaginar una guerra entre británicos y americanos... No sólo eran los servicios de información los que le intoxicaban, sino también su médico personal, el profesor Morrell, que diariamente le inyectaba drogas para mantenerle en pie y en estado de excitación. En el Kriegsbuch des Oberkommandos der Wehrmacht se cita la descripción de un testigo acerca de Hitler en el búnker: «Su cuerpo ofrecía una imagen terrible. Se arrastraba penosa y pesadamente. El tronco le caía hacia delante, y arrastraba sus piernas desde sus habitaciones hasta la sala de conferencias del búnker. Le faltaba completamente el sentido del equilibrio; si era detenido en este breve camino, de veinte a cuarenta metros, tenía que sentarse en uno de los bancos dispuestos a lo largo del pasillo, a ambos lados, o apoyarse en su interlocutor. Tenía los ojos inyectados en sangre. Aunque todos los documentos que se le pasaban estaban escritos con letras tres veces mayores que las normales, en unas “máquinas de escribir especiales para el Führer”, sólo los podía leer con gafas de alta graduación. De las comisuras de los labios goteaba frecuentemente la saliva. » Una de sus secretarias le describe vacilante y agotado: se dejaba caer sobre un sofá y un criado le colocaba las piernas en alto. «Permanecía allí estirado, apático, obsesionado por un solo pensamiento: chocolate y pasteles; se había convertido en enfermiza su apetencia de pastel.»

Los últimos días en el búnker

La vida en el búnker era extraña, alucinante: una mezcla de ceremonias familiares, fiestas extemporáneas, olor de muerte y esperanzas dementes. El búnker era un refugio a prueba de bombas bajo el jardín de la Cancillería, donde surgía una torre para caso de salida de urgencia. Descendiendo, había una planta llamada «antebunker» donde estaban el personal burocrático y de servicio y los almacenes de provisiones y objetos necesarios. Una escalera de caracol llevaba al «Führerbunker», situado a unos quince metros de profundidad. Tenía varias habitaciones y en ellas vivían Martín Bormann, el médico personal de Hitler, Goebbeis y otras personas próximas. Hitler tenía seis habitaciones privadas: dos de ellas estaban destinadas a Eva Braun. Había una sala de mapas y una de reuniones. Los habitantes permanentes del refugio fueron cambiados varias veces de habitación: las de Hitler fueron siempre las mismas, y apenas salía de ellas más que para asistir a las conferencias, sobre todo de una salita junto a su alcoba. Había en esta salita un solo cuadro: un retrato de Federico el Grande. Un escritorio, una mesa, un sofá y tres sillones eran sus únicos muebles.

Al principio, la vida en el búnker estaba regulada por un cierto orden. Hitler se levantaba hacia las doce de la mañana y comenzaba sus audiencias de personas llegadas del exterior; comía en presencia de sus visitantes —la cocinera probaba personalmente todo lo que se le ofrecía-. Daba órdenes a sus secretarias, recibía a los médicos. Trabajaba a veces en planes futuros, como la reconstrucción de Linz, y preparaba los planos de la Ópera y del Museo que imaginaba para esta ciudad. Junto a él estaba su perra alsaciana, «Blondi». Las reuniones en la sala de conferencias duraban hasta las dos de la madrugada; después tomaba un refrigerio con sus íntimos a quienes exponía sus filosofías y sus ideas de la guerra (Brian Gardner, The wasted hour, the tragedy of 1945). Poco a poco, esa apariencia de orden se fue deteriorando. Era todo un mundo el que se desmoronaba: la guerra que se perdía, los fieles del Tercer Reich que trataban de huir o de pactar con el enemigo, la ciudad que caía bajo las bombas y perdía toda su moral. Y se hundía toda la concepción aria, nazi, de la historia y de los ya imposibles Mil Años de prosperidad.

El Ejército Rojo en los arrabales

La ciudad: ruinas, sombras, miedo, desesperación. El 9 de abril sólo se podía viajar en tranvía o en metro exhibiendo unos pases que justificaban la necesidad de un servicio. El 22 de abril se dictaba la pena de muerte para quien utilizase la corriente eléctrica o el gas. Ese día llegaban las tropas soviéticas a los arrabales (a Pankow, donde se establecería años más tarde la capital de la República Democrática Alemana) y se fusilaba a veinte prisioneros políticos; dejaban de publicarse los periódicos. El 25 de abril se cerraba el metro. El teléfono seguía funcionando: nadie se cuidaba de él, y aún podían mantenerse comunicaciones con sectores de la ciudad ocupados ya por los soviéticos...

Algunos escritores anotaban lo que veían. Hilde Domin retrata un personaje berlinés: «un hombre estaba sentado en el bordillo de la acera, con las piernas extendidas y la espalda apoyada contra el poste de luz. Estaba descalzo. En sus pantalones y en su jersey de algodón azul había remiendos limpios, de un azul claro, como si fueran trocitos de cielo azul en una tarde nublada. Había metido una mano por debajo de los canales del pantalón, mientras metía la otra por un roto, más arriba. La parte superior de la ropa que llevaba puesta era un viejo saco de azúcar en el que se habían cortado una especie de colgantes sin mangas. Las grandes letras, impresas en color rojo, del molino de azúcar, ya habían desaparecido casi por completo, y la pieza que la cubría había alcanzado ya un estado de deshilachamiento tal que sólo parecía cubrir la piel desnuda (...) Cuando pasé junto a él, levantó la cabeza y dijo: “¡Noticias maravillosas, señora! ¡Maravillosas! La guerra ha terminado. ¡Paz!”» Otro recuerda una mujer con un cochecito de niño camuflado corriendo entre las explosiones de los proyectiles de obús, que parecía sortear milagrosamente. Otro, los últimos fusilados por desertores: se mataba a todo hombre, de cualquier edad, que no llevara un fusil en las manos. Otro, los letreros fijados en los árboles ofreciendo intercambios: «Periquito por café...»

Niños y viejos en las trincheras

Los soldados eran ya niños. Y ancianos. La última quinta movilizada era la de quienes habían cumplido dieciséis años, pero la leva se llevaba a los que tenían catorce, quince: las madres iban a verles a las barricadas y las trincheras y, llorando, les pedían en voz baja que desertaran. Una de las últimas salidas de Hitler al exterior, al jardín de la Cancillería, fue el 20 de abril de 1945, para pasar revista a un batallón de niños, miembros de las Juventudes Hitlerianas. Les acarició la cara como un abuelo a punto de morir. Era el día de su cumpleaños y le rodeaban los jóvenes héroes, los que se habían distinguido en los últimos combates. Les condecoró.

Ese día había pensado Hitler una última posibilidad de resistencia. Había imaginado trasladarse a Berchtesgaden, el «nido de águilas», el orgulloso lugar donde había recibido años antes a Chamberlain, que iba a implorarle la paz a cambio de lo que quisiera. En lo que aún le parecía la fortaleza inexpugnable —contra toda lucidez, naturalmente— reuniría los últimos restos del ejército para organizar una defensa wagneriana. Goebbeis, en cambio, le había sugerido que él mismo, con todos los habitantes del búnker, se fuesen a las puertas de Berlín para morir luchando. La situación psicológica en el interior del búnker oscilaba entre la preparación de un final grandioso —un último legado a la historia— y las más insensatas esperanzas. Una de estas últimas esperanzas fue la noticia de la muerte de Roosevelt.

«Está escrito en las estrellas...»

Fue un día especial. Era el 13 de abril. Unos días antes, Goebbeis estuvo leyendo a Hitler un pasaje de la historia de Federico el Grande, de Carlyle, en el que se relataba cómo el rey estaba al borde de la derrota y del hundimiento de Prusia. Y había decidido envenenarse. El historiador Cariyle se dirigía al personaje de su narración, y le decía: «Rey valeroso: espera un poco y tu sufrimiento habrá acabado. El sol de tu buena fortuna se está levantando ya por detrás de las nubes, y pronto podrás verlo»; y ya en estilo impersonal continuaba: «El día 12 de febrero murió la zarina; el milagro de la casa de Brandemburgo había ocurrido.» Contó Goebbeis que Hitler lloraba de emoción escuchando este párrafo. Completó su efecto llevando a Hitler unos horóscopos encargados a los astrólogos oficiales en los que se predecía un milagro parecido y, en efecto, cuando el 13 de abril llegó la noticia de la muerte de Roosevelt, Goebbeis pudo asociarla a la de la zarina en la Guerra de los Siete Años. Goebbeis dijo entonces a Hitler: «¡Le felicito, mi Führer! Roosevelt ha muerto. Está escrito en las estrellas que la segunda mitad de abril marcará para nosotros un recodo decisivo. Hoy es viernes y trece de abril. Es el día en que todo ha tomado un nuevo giro.» Pero ese mismo día llegaban noticias de los frentes: la caída de Viena y el avance soviético por el Danubio, y el progreso por el mismo río, en sentido contrario, del III Ejército de los Estados Unidos que iba a encontrarse con los soviéticos en la misma ciudad austríaca donde había nacido Hitler, en Linz, mientras que el VII Ejército pasaba de largo por Nuremberg, ciudad sitiada, para lanzarse sobre Munich, cuna del movimiento nacionalsocialista. Goebbeis murmuró: «A lo mejor el destino se ha mostrado otra vez cruel y se ha burlado de nosotros...» La influencia que los últimos resistentes nazis creían que podría tener la muerte de Roosevelt era la de dejar a Churchill al frente de la alianza: y Churchill siempre creyó que había que contener y destrozar a la URSS, mientras Roosevelt mantenía la idea de que había que colaborar con e! régimen soviético. Pero todo estaba ya demasiado avanzado, y era tarde para cualquier cambio de alianzas.

Eva Braun: una rubia de bonitas piernas

Unos días después —el 15 de abril— llegó al refugio Eva Braun, la amante secreta de Hitler desde doce años antes. La mayoría de los historiadores están conformes con la idea de que Eva Braun no representó un papel importante en la vida pública y política de Hitler, aunque tuviera un lugar importante en su vida privada. Eva Braun estaba en lugar seguro, y podía haber salido hacia un país neutral: decidió ella misma acudir a Berlín para compartir lo que ya sabía: los últimos días de Hitler. Era una mujer «muy delgada, elegante, de bonitas piernas —que mostraba de buen grado—, discreta y reservada, con el pelo rubio ceniciento. Se mantenía en la sombra: pocas veces se la veía» (testimonio del mariscal Keitel en el proceso de Nuremberg). Sin embargo, la conducta de esta mujer tan leal y probablemente poco inteligente contrastó con la de algunos de los líderes del Tercer Reich: Himmler trató de conseguir la paz por su cuenta —mediante una misión que solicitó del sueco conde Bernadotte—, Goering huyó con un fantástico botín —camiones cargados de tesoros—, el propio Ribbentrop quiso escapar en la noche del 20 de abril - la del cumpleaños de Hitler—. Una de las más curiosas aventuras fue la del arquitecto Albert Speer, días más tarde - el 23 de abril -. El hombre a quien Hitler había confiado la misión de crear la arquitectura y el urbanismo del Reich había recibido con espanto la noticia de que Hitler empleaba la táctica de «tierra quemada» —destrucción total en las ciudades que iban a caer en manos del enemigo: era su propia obra la que debía volar por los aires. Sintió lo que él llamaba «conflicto entre su fidelidad personal y su sentido cívico del deber».

Este conflicto lo resolvió con una audaz idea: llegaría hasta el búnker e introduciría gas mortal por uno de los orificios de ventilación - conocía muy bien, naturalmente, su disposición- en el momento en que todos estuvieran reunidos en la sala de conferencias. Pero cuando llegó - con su gas— descubrió que el orificio estaba protegido por una chimenea de cinco meros, construida por orden de Hitler y que, por lo tanto, su hazaña era imposible. Le sobrevino el arrepentimiento: descendió al búnker y se lo confesó a Hitler, sabiendo que sería inmediatamente fusilado. No fue así. Apenas le escuchó, el Führer le perdonó fácilmente y le agradeció su confesión.

Regalo macabro

Hitler sabía ya en ese momento que iba a morir. El día 26, la aviadora Hanna Reitsch, a la que Hitler había llamado para que sustituyera al traidor Goering, le propuso que escapara con estas palabras: «El Führer debe vivir para que Alemania viva. El pueblo lo exige. » Hitler le contestó: «No, Hanna, no. Muero por el honor de la patria. Como soldado debo obedecer mi propia orden de defender Berlín hasta el final. Querida niña, no era esto lo que yo quería. Creí firmemente que la batalla a orillas del Oder salvaría Berlín; nadie ha sido más sorprendido que yo por el fracaso de nuestros esfuerzos. Y, cuando comenzó el cerco de la ciudad, creí que quedándome en mi puesto daría ejemplo a todos los ejércitos y vendrían a salvar la ciudad. Querida Hanna, no he perdido aún las esperanzas: el ejército del general Wenck llega desde el sur, y es preciso que detenga a los rusos para salvar nuestro pueblo». Pero mientras pronunciaba estas palabras hacía un regalo a la aviadora: dos ampollas de cianuro. «Hanna, usted es una de las personas que morirán conmigo. No quiero que ninguno de nosotros caiga vivo en manos de los rusos, y ni siquiera quiero que encuentren nuestros cuerpos: Eva y yo nos haremos incinerar. Usted puede elegir su forma de acabar. »

«Matrimonio de guerra»

Todo había terminado. A la una de la madrugada del día 29 de abril, Hitler cumplió su última decisión personal: se casó con Eva Braun. El Dr. Goebbel.s salió a la calle en busca de alguien que tuviera una cierta representación legal para el matrimonio: encontró —luchando, con el fusil en la mano— a un concejal, Walter Wagner, a quien llevó a la sala de conferencias del búnker. Allí se celebró un «matrimonio de guerra», después de escuchar el juramento de los extraños novios de que eran de «raza aria». Hubo una fiesta: una botella de champán para los invitados. Hitler llamó a una secretaria y le dictó el «testamento político»: una acusación más a los judíos, culpables de la guerra, y la predicción de que, treinta años después —en 1985—, surgiría de nuevo en Alemania un «odio indestructible: contra la «judería internacional y sus adictos».

Exhortaba a los alemanes al «renacimiento glorioso de una nación verdaderamente unida en el movimiento nacionalsocialista». Aún destituía de todos sus cargos a Himmler y a Goering, y nombraba su sucesor al almirante Doenitz. En su testamento personal dejaba todos sus bienes al partido. Firmaron los testigos a las cuatro de la madrugada. Luego, durmió. Uno de los testigos, Goebbeis, escribió su propio testamento, como «apéndice al testamento político del Führer». A mediodía, Hitler todavía presidió una última conferencia de guerra, y aún recibió una mala noticia: Mussolini había sido asesinado y colgado por los pies en Milán. Instantes después, Hitler envenenó a su perra «Blondi», repartió cianuro a sus secretarias y se retiró con Eva Braun a sus apartamentos privados.

La hora final

Una de las secretarias cuenta un instante enloquecido: los supervivientes celebraron un baile en aquellos momentos. Bailaron toda la noche. El 30 de abril, después de comer, Hitler dio orden de que llevaran 200 litros de gasolina al jardín exterior. Se despidió de todos, se encerró con Eva Braun; y se escuchó un disparo de revólver. Uno solo. Los testimonios de cómo Eva Braun y Hitler se suicidaron varían: el hecho fue que los dos murieron. Sus cuerpos fueron llevados al jardín y regados con gasolina: fue todo rápido, entre las explosiones de proyectiles de obús.

Al día siguiente, Goebbeis interrumpió los juegos infantiles de sus hijos —de tres a doce años: los nombres de cada uno de ellos comenzaban con H, como homenaje a Hitler— y ordenó a un médico que les inyectara cianuro. Murieron en el acto. Él y su esposa subieron al jardín, y un leal de las SS les mató: sus cuerpos fueron incinerados. Y todo el búnker comenzó a arder. Muchos de sus ocupantes escaparon, otros murieron.

El almirante Doenitz tomó el mando, y emitió una orden del día advirtiendo que británicos y americanos serían en el futuro los responsables de la expansión del bolchevismo.

2 comentarios :

  1. Hanna Reitsch no fue la reemplazante de Göring. Los hijos de Göbbels fueron adormecidos por un médico y asesinados por la propia madre.

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  2. Olvido: Göbbels mató a su mujer en el jardín y luego se suicidó.

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