Goebbles, con solo pronunciar este apellido la Historia se tambalea, crujen los cimientos del género humano, se lanzan al galope los negros corceles de la barbarie.
Siempre
se ha pensado que en el retorcido cerebro de este hombre (pequeño,
atormentado por un terrible dolor en el pie, fruto de la polio) se
estructuraba toda la geometría demoníaca del régimen nazi, que él era el
arquitecto de aquel templo del odio y el terror cuya siniestra imagen
eran Hitler y el olor a carne quemada en media Europa.
Pero
este individuo, también conocido como el enano venenoso, o el carnero
por sus muchas amantes, se pasaba el día como la reina de Blancanieves:
«Espejito, espejito, quién es el nazi más listo, el más entregado, el más trabajador, el verdadero entre los verdaderos?». Y el espejito despejaba sus dudas: «Tú, Paul Joseph Goebbels, tú, tú».
Hitler no daba palmaditas en el hombro
Pero
el verdadero espejo del que Goebbels necesitaba aquiescencia era otro y
tenía nombre propio: Adolf Hitler. Porque toda la vida del todopoderoso
y omnipresente Ministro de Propaganda nazi estuvo dirigida, pensada y
planeada para que el Führer le diera una palmadita en el hombro, lo que no ocurría tan a menudo como Goebbels quisiera.
Estos son algunos de los reveladores detalles de «Goebbels» (RBA) la reciente biografía del ministro nacionalsocialista, magna obra (cerca de mil páginas) elaborada por el experto Peter Longerich (autor también de la biografía de Himmler, otra rata convenientemente diseccionada por Longerich) a partir de los treinta y dos tomos de los diarios que Goebbels escribió
durante casi veinticinco años hasta su suicidio en 1945 en el
Führerbúnker en el que pocas horas antes Adolf Hitler había hecho lo
propio. Acto supremo de lealtad al Jefe, en el que Goebbels además se llevó por delante a su esposa Marga, y a sus seis hijos.
Del libro de Longerich se desprende que cualquier psicólogo habría descrito el comportamiento de Goebbels como una «patología narcisista»,
tal era su deseo de ser admirado. De hecho, cuando ya era amo y señor
del aparato propagandístico nazi, Goebbels disfrutaba como un niño con
zapatos nuevos cuando la Prensa elogiaba sus discursos o sus ideas,
Prensa que evidentemente él controlaba hasta la última coma.
Crónica oficial del nazismo
En
1923, Goebbels empieza a escribir estos diarios que en su megalomanía
quería que fuesen la crónica oficial del nazismo. De hecho, con el
tiempo se los vendió a la propia editorial del partido, la de Max Amann.
Nos descubren también a un tipo que se dibujaba a si mismo como alguien
que había triunfado viniendo desde abajo y sin ayuda, alguien capaz de
limpiar el Berlín Rojo
al final de los años 20 y primeros 30, al que supo unir a las masas sin
discusión en torno al líder, al preboste que al principio no era muy
partidario de la Guerra Mundial, al escritor frustrado, al poeta que «veneraba» a Rusia a través de su pasión por Dostoyevski, pero también al amante incansable, obseso, grimoso pero infatigable, al esposo infiel, como en el episodio de la actriz checa Lida Baarová (jugaba con ventaja, los estudios cinematográficos nazis,UFA, dependían también de él), una relación que el propio Hitler tuvo que disolver ante las quejas de Marga Goebbels y que llevaron al preboste a un intento de suicidio. ¿Marga, Joseph y Adolfo, algo más que amigos?
Sentimental y cursi
Un
tipo sentimental, incluso cursi, que en alguna ocasión escribe:
«Benditos días. Sólo el amor. Tal vez el momento más feliz de mi vida» o
que se autocompadece: «A mi vida le falta el amor, por eso dedico todo
mi amor a la gran causa», o echa pestes de dos novelitas cortas escritas
cuando era estudiante: «Soy un escolar peregrino, un alma solitaria» y
«Los que aman el sol».
Y,
sobre todo, desenmascaran a un tipo que jamás pintó nada en las grandes
decisiones del Reich (de hecho nadie pintaba, Hitler se lo guisaba y
comía el solito), pero que fue capaz de inventarse una genial película
de su vida. Un criminal al que sus camaradas tomaban por el pito del
sereno. Cuando Hitler se suicidó en el Führerbunker, el espejito de Goebbels también se hizo añicos. Para paz y sosiego de los hombres de bien.
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