DOS décadas antes del comienzo de la II Guerra Mundial, la Gran Guerra europea (1914-18), había dejado 10 millones de muertos: más que la suma de los caídos en todas las guerras anteriores. La Segunda Guerra provocó, sólo en Europa, tres veces más: por encima de los 30 millones de víctimas mortales. ¿Cómo fue posible? Porque fue una "guerra total" en la que más de la mitad de las víctimas (al menos 19 millones) fueron civiles. No fue el indeseado resultado colateral de una excesiva potencia de fuego o de la falta de escrúpulos en la elección de objetivos.
Al contrario, la población civil, tanto como el potencial bélico-industrial enemigo, era el verdadero objetivo de la política de guerra. Se trataba de rehacer el mapa y la composición étnica de Europa. El Holocausto y la Guerra no fueron dos episodios paralelos. El primero formaba parte del núcleo del plan esencial de Hitler que provocó la contienda. El enfrentamiento de la Alemania nazi con los países de Europa occidental -cuya población era considerada básicamente aria- era político-ideológico: el desprecio por su "decadente" sociedad liberal; el problema con los pueblos eslavos de Europa del Este y la Unión Soviética -y con la mayoría de la población judía, asentada en estos países- era racial. Dos frentes de guerra con objetivos y consecuencias muy distintos.
Y es que Hitler tenía un proyecto para Europa, para resolver el sempiterno problema del orden continental. Su solución, radical y definitiva, consistía en recortar de nuevo las piezas del puzzle étnico-nacional europeo, el más complicado y entreverado del mundo. El objetivo: restaurar la unidad de Europa sobre la base de la supremacía alemana. La receta: pureza racial aria en el Centro del Reich, subyugación (nueva esclavitud) del Este eslavo, y rediseño político (subordinación) del Oeste decadente. Y, en todas partes, eliminación de los ubicuos judíos europeos, encarnación del disolvente cosmopolitismo antinacional (del que formaban el comunismo y el capitalismo internacional, dos caras de la misma moneda). El Reich milenario aspiraba a recomponer Europa sobre nuevas bases genético-raciales. Fue la última y extrema solución al milenario problema de la diversidad-unidad europea: suprimir el primer término de la ecuación.
Tanto a la segunda como a la primera, seguimos llamándolas guerras mundiales, cuando fueron guerras fundamentalmente europeas. Muchos historiadores consideran ambas conflagraciones como un solo período de crisis con un interregno de 20 años: la gran guerra civil intraeuropea de la primera mitad del siglo XX. Un solo cataclismo en dos tiempos, consecuencia de la voladura del sistema de poder que había organizado el equilibrio de las potencias en Europa desde la Paz de Westfalia (1648). Ésta, al reconocer la diversidad política y religiosa del continente, puso fin a los sueños imperiales que desde el Sacro Imperio Romano-Germánico (s. VIII d. C.) habían tratado de reconstituir la unidad según el modelo de la Roma imperial.
En esa primera etapa de la Historia europea se buscó una superestructura política que concordara con un sustrato religioso (Cristiandad) y cultural (grecolatino) común; después de Westfalia, más modestamente, el designio era mantener la diversidad mediante el equilibrio multipolar de las potencias. Así, el estallido de 1914-1945 puede entenderse como la culminación de una pugna sangrienta y multisecular por el alma de Europa, un interminable y desgarrador conflicto interno por resolver la ecuación entre su unidad de fondo y su intratable diversidad.
La herida abierta europea -religiosa, diplomática, económica, nacionalista, imperialista, ideológica- fue metamorfoseándose sobre un sustrato histórico y de civilización compartido, lo que le confería su sentido de guerra civil. Sólo esto explica la ferocidad y reiteración de sus conflictos: el hecho de ser el espacio geográfico-cultural con la mayor concentración de diversidad del planeta, superpuesta, además, sobre la más alta densidad demográfica. La trágica paradoja de Europa es que la premisa de su ascenso -la competitividad y conflictividad inherentes que forzaron su innovación y su apertura al mundo- fue también la condición de su estallido. Explotó cuando estaba en el cenit de su poder tecnológico, económico y político-colonial sobre el resto de la humanidad. Sólo tras el cataclismo de 1945, que marcó su fin como vanguardia y centro del mundo, se intentó algo completamente diferente, superando más de 2.000 años de sangrientos conflictos por definir y organizar Europa.
70 años después, la Unión Europea es la única derivada histórica de aquel conflicto que representa algo completamente nuevo y distinto, inequívocamente positivo, en un mundo aún deudor de sus consecuencias. Sus características definitorias son otras tantas respuestas a los factores que hicieron posible la Gran Crisis Europea, al final de la primera globalización (1870-1914): valores democráticos compartidos y relativización de la soberanía nacional y el nacionalismo, creación de un espacio económico común y solidario, con un modelo social que amortigüe las convulsiones socio-económicas y las tentaciones revolucionarias. Si algo es seguro en la etapa de globalización que vivimos, a una escala mucho mayor, tras la guerra fría, es que Europa no será la causa ni el terreno de una nueva guerra mundial. Y bien pudiera ser la clave para evitarla.
Al contrario, la población civil, tanto como el potencial bélico-industrial enemigo, era el verdadero objetivo de la política de guerra. Se trataba de rehacer el mapa y la composición étnica de Europa. El Holocausto y la Guerra no fueron dos episodios paralelos. El primero formaba parte del núcleo del plan esencial de Hitler que provocó la contienda. El enfrentamiento de la Alemania nazi con los países de Europa occidental -cuya población era considerada básicamente aria- era político-ideológico: el desprecio por su "decadente" sociedad liberal; el problema con los pueblos eslavos de Europa del Este y la Unión Soviética -y con la mayoría de la población judía, asentada en estos países- era racial. Dos frentes de guerra con objetivos y consecuencias muy distintos.
Y es que Hitler tenía un proyecto para Europa, para resolver el sempiterno problema del orden continental. Su solución, radical y definitiva, consistía en recortar de nuevo las piezas del puzzle étnico-nacional europeo, el más complicado y entreverado del mundo. El objetivo: restaurar la unidad de Europa sobre la base de la supremacía alemana. La receta: pureza racial aria en el Centro del Reich, subyugación (nueva esclavitud) del Este eslavo, y rediseño político (subordinación) del Oeste decadente. Y, en todas partes, eliminación de los ubicuos judíos europeos, encarnación del disolvente cosmopolitismo antinacional (del que formaban el comunismo y el capitalismo internacional, dos caras de la misma moneda). El Reich milenario aspiraba a recomponer Europa sobre nuevas bases genético-raciales. Fue la última y extrema solución al milenario problema de la diversidad-unidad europea: suprimir el primer término de la ecuación.
Tanto a la segunda como a la primera, seguimos llamándolas guerras mundiales, cuando fueron guerras fundamentalmente europeas. Muchos historiadores consideran ambas conflagraciones como un solo período de crisis con un interregno de 20 años: la gran guerra civil intraeuropea de la primera mitad del siglo XX. Un solo cataclismo en dos tiempos, consecuencia de la voladura del sistema de poder que había organizado el equilibrio de las potencias en Europa desde la Paz de Westfalia (1648). Ésta, al reconocer la diversidad política y religiosa del continente, puso fin a los sueños imperiales que desde el Sacro Imperio Romano-Germánico (s. VIII d. C.) habían tratado de reconstituir la unidad según el modelo de la Roma imperial.
En esa primera etapa de la Historia europea se buscó una superestructura política que concordara con un sustrato religioso (Cristiandad) y cultural (grecolatino) común; después de Westfalia, más modestamente, el designio era mantener la diversidad mediante el equilibrio multipolar de las potencias. Así, el estallido de 1914-1945 puede entenderse como la culminación de una pugna sangrienta y multisecular por el alma de Europa, un interminable y desgarrador conflicto interno por resolver la ecuación entre su unidad de fondo y su intratable diversidad.
La herida abierta europea -religiosa, diplomática, económica, nacionalista, imperialista, ideológica- fue metamorfoseándose sobre un sustrato histórico y de civilización compartido, lo que le confería su sentido de guerra civil. Sólo esto explica la ferocidad y reiteración de sus conflictos: el hecho de ser el espacio geográfico-cultural con la mayor concentración de diversidad del planeta, superpuesta, además, sobre la más alta densidad demográfica. La trágica paradoja de Europa es que la premisa de su ascenso -la competitividad y conflictividad inherentes que forzaron su innovación y su apertura al mundo- fue también la condición de su estallido. Explotó cuando estaba en el cenit de su poder tecnológico, económico y político-colonial sobre el resto de la humanidad. Sólo tras el cataclismo de 1945, que marcó su fin como vanguardia y centro del mundo, se intentó algo completamente diferente, superando más de 2.000 años de sangrientos conflictos por definir y organizar Europa.
70 años después, la Unión Europea es la única derivada histórica de aquel conflicto que representa algo completamente nuevo y distinto, inequívocamente positivo, en un mundo aún deudor de sus consecuencias. Sus características definitorias son otras tantas respuestas a los factores que hicieron posible la Gran Crisis Europea, al final de la primera globalización (1870-1914): valores democráticos compartidos y relativización de la soberanía nacional y el nacionalismo, creación de un espacio económico común y solidario, con un modelo social que amortigüe las convulsiones socio-económicas y las tentaciones revolucionarias. Si algo es seguro en la etapa de globalización que vivimos, a una escala mucho mayor, tras la guerra fría, es que Europa no será la causa ni el terreno de una nueva guerra mundial. Y bien pudiera ser la clave para evitarla.
Vía| Diario de Sevilla
En efecto, muchos historiadores consideran las dos guerras como una sola, con un período intermedio de 20 años donde se radicalizan las ideologías. El paso de la Europa de los Imperios a la Europa e las naciones.
ResponderEliminarhola, me pase por este blog por equivocacion pero ahora me dije a mi mismo 'esto me va a servir para el futuro, cuando ya este mas avanzado en el liceo', bueno, fuera del tema, lo que queria decir es que cuando acabaron las guerras los paises europeos quedaron debastados y destrozados, asi que cuando se hizo el primer mundial de futbol (que fue en uruguay) uruguay, un pais tan pequeñito, salio campeon dos veces, y tambien salio campeon dos veces en las olimpiadas!!! bueno, espero que te sirva el dato para cualquier boludez que algun dia le comentes a tus hijos o a alguien, bueno, nos vemos, chao
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