Las relaciones de Baviera, una región alemana, con la República Checa, quizá no sean un hito europeo, pero la visita a Praga iniciada ayer por el jefe de esa región, Horst Seehofer, lo es. Hace veinte años que cayó el Muro de Berlín, y hace cuarenta que Willy Brandt se arrodilló en el geto de Varsovia, pero en 65 años ningún jefe bávaro había visitado oficialmente el país vecino, con el que Baviera mantiene una frontera de más de 200 kilómetros y una común ciudadanía europea. Los presidentes bávaros han viajado a China, Japón, Ucrania o Togo, pero no a Chequia. El motivo es una herida de guerra: la expulsión, al terminar la Segunda Guerra Mundial, de cerca de tres millones de sudetes y miembros de la minoría alemana, en aquel país.
Herida heredada
Se trata de una serie de decretos que el Presidente de Checoslovaquia, Eduard Benes promulgó desde su exilio en Londres durante la guerra, entre 1940 y 1945. En ellos se legitimó “acabar con el problema alemán” mediante la expulsión y expropiación de esa minoría, en general muy hostil al estado checo y entusiasta de los nazis. La expulsión fue una horrorosa operación de castigo colectivo, a cargo de milicias, regulares e irregulares, y grupos de la población checoslovaca, que no distinguió entre alemanes criminales, colaboradores o víctimas del nazismo, ni diferenció apenas hombres, mujeres, niños y ancianos. Se estima que unos 270.000 de aquellos “sudetes” murieron en aquella bárbara operación de revancha indiscriminada, alrededor del 8% de la población alemana de Checoslovaquia.
Alemania y Chequia sellaron, en 1997, una declaración en la que ambas partes se disculpaban por el daño impartido a la otra, pero en Baviera la situación es especial. Gran parte de los sudetes se establecieron allá, y el partido del (eterno) gobierno de esa región, la CSU, un aliado de los cristiano demócratas de Angela Merkel a nivel federal, los apadrinó. En su visita a Praga, Seehofer, que es Presidente de la CSU, viaja acompañado por Bernd Posselt, portavoz de la “Sudetendeutschen Landsmannschaft”, la asociación más beligerante de los alemanes expulsados de Checoslovaquia y sus descendientes, y ambos se reúnen con el Primer Ministro checo, Ptr Necas y su ministro de exteriores, Karl Schwarzenberg. El gobierno checo quiere “extinguir” pero no “abolir” los decretos de Benes. En los últimos años se han colocado placas y recordatorios en algunos de los lugares de Checoslovaquia en los que se cometieron atrocidades contra los alemanes. “Estamos dejando el pasado atrás”, ha dicho Schwarzenberg.
El drama de los sudetes es sólo un capítulo del holocausto alemán de posguerra: la expulsión de la población alemana de los territorios alemanes perdidos por el Tercer Reich o anteriormente colonizados por alemanes en; Prusia Oriental, Pomerania Oriental, Brandeburgo Oriental, Silesia, Danzig (Gdansk), los países bálticos, Polonia, Hungría, Yugoslavia y Rumanía. Se estima que unos 13 millones de alemanes fueron expulsados, de los que más de dos millones murieron en la operación, sancionada por las potencias aliadas en Potsdam.
Las estimaciones varían mucho según las fuentes. “The Oxford Companion to the Second World War”, menciona “de 5 a 8 millones” de alemanes expulsados al fin de la guerra, parte de los “20 millones” de europeos que fueron deportados/expulsados por el conflicto. La asociación alemana de expulsados habla de “más de 10 millones”. El último discurso de su Presidenta, Erika Steinbach, mencionó “casi 15 millones”. El “Centro contra las expulsiones”, un proyecto de esa asociación, habla de “más de 15 millones de alemanes expulsados”. La cifra de 13 millones referida a expulsados alemanes aquí mencionada la ofrece el historiador Tony Judt, en su historia de Europa desde la posguerra (“Postwar”). De ellos: 1,3 millones fueron expulsados de Polonia, 3 millones de Checoslovaquia, 623.00 de Hungría, 786.000 de Rumania, 500.000 de Yugoslavia y el resto de antiguos territorios alemanes como; Silesia, Prusia Oriental, Pomerania Oriental y Brandeburgo Oriental.
La “balanza equilibrada” de Arendt
En su texto “¿Qué es la política”?, Hannah Arendt evocaba así en los años cincuenta la situación de posguerra que vivió. «Se puede dudar de si la política de los aliados de expulsar a todas las minorías alemanas de países no alemanes fue una acción inteligente; pero está fuera de duda que, para los pueblos europeos que sufrieron durante la guerra la criminal política de población alemana, el simple hecho de imaginarse tener que convivir con alemanes en el mismo territorio no sólo genera rabia, sino horror.»
Esta filósofa alemana de ascendencia judía comprobó una curiosa indiferencia en la población alemana de posguerra. Europa estaba cubierta por una sombra de profundo dolor causada por los campos de concentración y de exterminio alemanes, pero en ningún otro sitio se silenciaba tanto aquella pesadilla de destrucción y espanto como en la propia Alemania.
"La indiferencia con la que los alemanes se mueven por entre las ruinas tiene su correspondencia en que nadie llora a los muertos”, escribió Arendt, en cambio, “corrían muchas historias sobre el sufrimiento de los alemanes, que se comparaban con los sufrimientos de los demás, con lo que, de forma callada, en Alemania se consideraba que la balanza había quedado equilibrada. La huida de la responsabilidad y la búsqueda de culpas en las potencias de ocupación están muy extendidas, constataba. «El alemán medio busca las causas de la última guerra no en las acciones del régimen nazi, sino en las circunstancias que condujeron a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso".
Nueva reivindicación del sufrimiento alemán
El recuerdo de la enormidad de las expulsiones ha estado muchos años circunscrito a las asociaciones alemanas de expulsados, que se sitúan en el espectro más conservador de la CDU/CSU, incomodando con sus reivindicaciones al establishment político. Pero la memoria del sufrimiento civil alemán evoluciona junto con el país. Libros sobre el bombardeo de Dresde, de Hamburgo, la novela de Günter Grass “Im Krebsgang” (2002), sobre el hundimiento por un submarino soviético de un barco repleto de mujeres y niños refugiados en el Báltico, o la serie “La gran huida” que el segundo canal de la televisión (ZDF) emitió en 2003, son la prueba de una nueva reivindicación a cargo de sectores sin el menor vínculo, generacional o político, con el revanchismo. Trátese de los bombardeos angloamericanos, de las más de 80.000 violaciones de los soldados soviéticos en ciudades como Berlín o Viena, o de los desmanes de los expulsadores checos, la evidencia de crímenes contra la humanidad es aplastante.
“El drama humano y cultural de las expulsiones no puede relativizarse ni justificarse apelando al pretexto de causa y efecto”, dice la mencionada Presidenta de la Asociación de Expulsados, Erika Steinbach. Nacida en 1943 en Prusia Occidental, hoy Polonia, Steinbach es una personalidad muy controvertida en Alemania y fuera de ella. Abandonó la Iglesia Evangélica por disconformidad con los matrimonio del mismo sexo. En 1997 fue fundadora del movimiento ”la Voz de la Mayoría” contra la "epidemia de abuso social y el asilo" y la afluencia de extranjeros. En 1991 fue uno de los 13 diputados de la CDU/CSU que votó contra el reconocimiento de la frontera Oder/ Neisse que separa Alemania de Polonia. Una encuesta del diario polaco “Rzeczpospolita“ la situaba hace unos años como la segunda persona más temida por los polacos después de Vladimir Putin. “Todo el mundo sabe quien empezó la guerra y conoce las barbaridades de la Alemania nazi, pero una barbarie no puede ni debe justificar ni disculpar otra”, afirma.
“La guerra contra la Alemania hitleriana era legítima, pero ¿eran legítimas las violaciones de mujeres que los rusos practicaron en Berlín, o el bombardeo de convoyes de refugiados en el Báltico?, eso no se puede justificar”, dice la popular ex obispa de Hannover, Margot Kässmann, una personalidad feminista y antibeliocista que está en las antípodas de Steinbach.
Una barbaridad dentro de otra
El holocausto alemán forma parte, a su vez, de la gran carnicería de una guerra iniciada por Alemania. Esa guerra provocó muchos expulsados y desplazados. No solo alemanes. El historiador francés Henri Michel (1907-1986) habla de un total de 30 millones de todas las nacionalidades al fin de la guerra en Europa, además de 6 millones de judíos asesinados. Los alemanes tomaron 5,5 millones de prisioneros soviéticos, de ellos 3,3 millones murieron de hambre y penalidades en el internamiento en campos alemanes. Los soviéticos tomaron 3,5 millones de soldados presos (alemanes, austriacos, rumanos y húngaros), la mayoría de ellos regresaron a casa después de la guerra.
“En determinados respetables ámbitos se sugiere e insinúa a los judíos que no fueron las únicas víctimas, ¿es este recuerdo público una señal de salud política, o sería a veces más prudente olvidar?, se pregunta Tony Judt, recientemente fallecido.
La memoria del desastroso siglo XX europeo es tan diversa como la propia experiencia. Cada individuo y cada país tienen su particular retrato de ella. Aquel mundo de matanzas, deshumanización, guerra y brutalidad se recuerda de forma muy distinta y contradictoria, según se observe desde Moscú, Lvov, Belgrado, Munich o Tel Aviv. La historia es, además, cambiante y su vaivén pendular. En la Europa de los cincuenta, nadie se acordaba de la aun caliente gran matanza de judíos. Hasta la muerte de Mitterrand se ignoraba en Francia aspectos claves de la fea realidad de Vichy, incluida la complicidad directa con el judeicidio. La guerra de Argelia y las crueldades coloniales francesas posteriores a 1945, aun son asunto delicado en París, donde la película de Giulio Pontecorvo, La Batalla de Argel (1964), se estrenó a efectos prácticos en 2007. La barbarie de la violencia y el extermino franquista de la II República, al que va mucho más allá de la “guerra civil” que la sublevación provocó y que se extiende hasta 1950, fue piamente “olvidada” en aras de la estabilidad de la “modélica transición”, y sigue tropezando hoy con significativas resistencias, como deja perfectamente claro el magnífico libro de Francisco Espinosa, “Violencia roja y Azul”. Hoy ponemos el énfasis en algo y olvidamos lo otro por considerarlo irrelevante o secundario, y viceversa, pero, aunque sea una discusión permanente, la verdad histórica existe.
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