El 20 de abril de 1943, Adolf Hitler visita el hospital de la Luftwaffe en Berlín para saludar a los soldados heridos en combate. Es una de las costumbres del führer el día de su cumpleaños. En una de las habitaciones, junto a seis pilotos alemanes, hay un español que se recupera de un tiro en la cabeza. En un principio, Hitler no repara en él, piensa que es un italiano. Pero, tras pasar de largo, alguien le indica que se trata de un español y Hitler vuelve sobre sus pasos. Un retrato de Franco cuelga de la pared. 'Wie geht es Ihnen?' (¿Cómo estás?), le pregunta. 'Gut' (bueno), le responde el soldado, cuyo nombre era, es, José González Rodríguez, soldado de la División Azul.
Aquel fugaz encuentro entre Hitler y el soldado González fue el final de una aventura que comenzó dos años atrás, cuando éste decide alistarse como voluntario en la mayor división extranjera que luchó del lado de los alemanes en la guerra contra Rusia. José González, 89 años, nos recibe en su casa de la calle Antonio Machado de Cádiz con la Medalla al Sufrimiento por la Patria en la solapa de su chaqueta, una de las pocas condecoraciones que conserva quien llegó a recibir la Cruz de Hierro de segunda clase por su valor. En su frente, sobre su ojo izquierdo, el agujero del impacto de una bala que, milagrosamente, le atravesó la cabeza sin causarle la muerte. Es una cicatriz profunda, en la que cabe la yema de un dedo. Sentado en el sillón de su casa, habla despacio y con lucidez. ¿Por qué decidió alistarse? 'No lo sé, me enteré que se había organizado la División Azul y yo compartía unos principios que ahora dicen unos que están equivocados... pero Leningrado, que yo sepa, ya no se llama así'. Como muchos otros voluntarios, José González quiere dejar claro que no fue a luchar a Rusia a favor de los alemanes, sino 'contra el comunismo', pero nuestro protagonista introduce una matización más: 'Contra el comunismo estaliniano'. ¿Qué le dijeron sus abuelos cuando decidió alistarse? 'Quería vivir intensamente, ser yo. Nunca pensé en qué pensaban los demás. Y me fui a la guerra, que era lo contrario de todo eso'.
Y en julio de 1941, como harían otros 46.000 españoles a lo largo de los siguiente catorce meses, José tomó el tren que llevaba a la guerra. 'Era un tren bueno, muy cómodo. Hicimos casi todo el trayecto cantando', recuerda, al igual que tiene muy vivos los gritos, vivas y cánticos que recibían los soldados españoles de la División Azul. En Hendaya los desinfectaron y les dieron uniformes alemanes, más completos que los españoles, aunque se produjo un problema con las banderas en las guerreras. 'Muñoz Grandes dijo que nuestra única bandera era la española y que sólo juraríamos sobre ella', dice el gaditano, que más adelante reconoce: 'El equipo alemán llevaba de todo, hasta una tienda de campaña, pero pesaba 30 kilos. Los españoles nos deshicimos de parte del equipo para caminar con menos peso que los alemanes. Cambiábamos mochilas alemanas por tabaco'.
Les iba a hacer falta soltar lastre. Desde el campamento alemán hasta el frente ruso, mil kilómetros, el camino se haría andando, a razón de 50 kilómetros diarios. Bastaron dos o tres meses, según los casos, de adiestramiento, para partir al frente. 'Nos mandaron al peor sitio -rememora José- porque para un gaditano estar a treinta bajo cero es terrible'. El frío. Ésta es una constante en los relatos divisionarios y González no es una excepción. 'Un ruso -cuenta- nos enseñó un truco para combatirlo: desnudarse, untarse el cuerpo con nieve, secarse y volver a vestirse'.
La guerra 'contra el comunismo' llevó a José González hasta el frente de Leningrado, al lago Ladoga, a Novgorod, al Voljov, al lago Ilmen, a Puschkin y a Krasny Bor, todos nombres míticos de la División Azul. La memoria de José guarda recuerdos nítidos de historias en cada una de esas ciudades. En Puschkin, unas mujeres rusas eran obligadas a quitar nieve de las carreteras por los alemanes, lo que produjo un incidente con las tropas españolas. 'Nuestro capitán, el capitán Marzo, les dijo que eso no lo consentíamos en España, que nosotros no tratábamos a las mujeres como esclavas, y los alemanes nos apuntaron con sus fusiles'. Es uno de los miles de episodios que se cuentan de las buenas relaciones entre españoles y el pueblo ruso. En este momento se le iluminan los ojos. 'Malenky', repite varias veces. Es el nombre de una joven rusa que le dejó una huella tan profunda como una bala, aunque asegura que no hubo nada 'serio' entre ellos. La guerra no lo permitía. Malenky murió en un bombardeo. Empezaron pronto las escaramuzas y él, que nunca había probado un cigarro, empezó a fumar. 'Fumaba de miedo', reconoce. Su primer contacto con el frente lo resume con esa palabra: miedo. Esas primeras escaramuzas serían poca cosa comparadas con lo que se avecinaba en Krasny Bor, el principio del fin de la División Azul, la mayor masacre desde el desastre de Annual en 1921. Le habían dicho que estaba en un grupo 'antitanque' y aquella palabra le impresionó tanto que llegó a pensar: 'Dios mío, dónde me han metido'.
En las trincheras o los cuarteles, José y sus camaradas no dormían. 'Aprendimos que cuando se oye el silbido, la bala ya ha pasado. El miedo es el silencio. Cuando hay un tiroteo no se piensa en nada. El silencio de las trincheras es terrible, porque te da opción a pensar y pensar es el mayor enemigo del soldado. Pensar da miedo'. Su hora pudo haber llegado en varias ocasiones, cuenta sus vidas y ha superado las del gato: el día que una bala atravesó la cabeza de un compañero que se sentó en el sitio que ocupaba momentos antes en una ametralladora; el día que un joven ruso aterrorizado cruzó las líneas y a sus espaldas le pidió pasarse a las filas alemanas ('me pudo haber matado, no lo vi') o el 22 de febrero de 1943, en la batalla de Krasny Bor. Relata José aquel infierno, aquel caos, con precisión. 'Vi volar compañeros destrozados a mi lado. No podíamos abarcar todo ese terreno. Era todo desconcierto, no sabías si avanzabas o retrocedías. Amanecía y, a las tres horas, anochecía. Una larga noche con 200 baterías disparando. Yo buscaba boquetes de proyectiles en la tierra y allí me refugiaba...' .
Milagrosamente, sobrevivió a Kransy Bor. Días después, en un lugar más tranquilo, 'hubo un golpe de mano ruso y me pegaron un tiro en la cabeza. Al principio no me di cuenta, seguí a lo mío. Luego, caí'. Lo recogieron y lo llevaron a un hospital de campaña, de ahí a otro en Riga y de éste a Berlín, donde su guerra, ya acabada, se cruzó con la de Hitler, que ya sedespeñaba.
El regreso de José González a España no fue como su partida. Los trenes que lo devolvieron a su país, en repetidos trasbordos, no eran tan cómodos. Nadie le esperaba, nadie vitoreaba. Y el escenario que encontraría, con una Alemania a punto de perder la guerra y una España a punto de renegar del Reich, tampoco era el que esperaba. No se arrepiente. 'Me honro en haber pertenecido a la Historia. Eso no hay quien lo borre', sentencia setenta años después. Guarda silencio, menea la cabeza y susurra ante las fotos de su juventud: 'Dios mío, parece que lo estoy viviendo'. De sus labios salen nombres como una letanía. 'Uf'. Se enjuga una lágrima. 'Perdón, ¿quieren tomar algo?'. Sobre la mesa camilla reposa esa instantánea de un veinteñaero con una venda en la cabeza, sonriendo junto a un alemán. Ese chico pasearía semanas después por un Berlín reventado. Faltaba poco para que el hombre que le preguntó 'Wie geht es Ihnen?' ingiriera, no muy lejos de aquellas calles destripadas, una cápsula de cianuro.
Aquel fugaz encuentro entre Hitler y el soldado González fue el final de una aventura que comenzó dos años atrás, cuando éste decide alistarse como voluntario en la mayor división extranjera que luchó del lado de los alemanes en la guerra contra Rusia. José González, 89 años, nos recibe en su casa de la calle Antonio Machado de Cádiz con la Medalla al Sufrimiento por la Patria en la solapa de su chaqueta, una de las pocas condecoraciones que conserva quien llegó a recibir la Cruz de Hierro de segunda clase por su valor. En su frente, sobre su ojo izquierdo, el agujero del impacto de una bala que, milagrosamente, le atravesó la cabeza sin causarle la muerte. Es una cicatriz profunda, en la que cabe la yema de un dedo. Sentado en el sillón de su casa, habla despacio y con lucidez. ¿Por qué decidió alistarse? 'No lo sé, me enteré que se había organizado la División Azul y yo compartía unos principios que ahora dicen unos que están equivocados... pero Leningrado, que yo sepa, ya no se llama así'. Como muchos otros voluntarios, José González quiere dejar claro que no fue a luchar a Rusia a favor de los alemanes, sino 'contra el comunismo', pero nuestro protagonista introduce una matización más: 'Contra el comunismo estaliniano'. ¿Qué le dijeron sus abuelos cuando decidió alistarse? 'Quería vivir intensamente, ser yo. Nunca pensé en qué pensaban los demás. Y me fui a la guerra, que era lo contrario de todo eso'.
Y en julio de 1941, como harían otros 46.000 españoles a lo largo de los siguiente catorce meses, José tomó el tren que llevaba a la guerra. 'Era un tren bueno, muy cómodo. Hicimos casi todo el trayecto cantando', recuerda, al igual que tiene muy vivos los gritos, vivas y cánticos que recibían los soldados españoles de la División Azul. En Hendaya los desinfectaron y les dieron uniformes alemanes, más completos que los españoles, aunque se produjo un problema con las banderas en las guerreras. 'Muñoz Grandes dijo que nuestra única bandera era la española y que sólo juraríamos sobre ella', dice el gaditano, que más adelante reconoce: 'El equipo alemán llevaba de todo, hasta una tienda de campaña, pero pesaba 30 kilos. Los españoles nos deshicimos de parte del equipo para caminar con menos peso que los alemanes. Cambiábamos mochilas alemanas por tabaco'.
Les iba a hacer falta soltar lastre. Desde el campamento alemán hasta el frente ruso, mil kilómetros, el camino se haría andando, a razón de 50 kilómetros diarios. Bastaron dos o tres meses, según los casos, de adiestramiento, para partir al frente. 'Nos mandaron al peor sitio -rememora José- porque para un gaditano estar a treinta bajo cero es terrible'. El frío. Ésta es una constante en los relatos divisionarios y González no es una excepción. 'Un ruso -cuenta- nos enseñó un truco para combatirlo: desnudarse, untarse el cuerpo con nieve, secarse y volver a vestirse'.
La guerra 'contra el comunismo' llevó a José González hasta el frente de Leningrado, al lago Ladoga, a Novgorod, al Voljov, al lago Ilmen, a Puschkin y a Krasny Bor, todos nombres míticos de la División Azul. La memoria de José guarda recuerdos nítidos de historias en cada una de esas ciudades. En Puschkin, unas mujeres rusas eran obligadas a quitar nieve de las carreteras por los alemanes, lo que produjo un incidente con las tropas españolas. 'Nuestro capitán, el capitán Marzo, les dijo que eso no lo consentíamos en España, que nosotros no tratábamos a las mujeres como esclavas, y los alemanes nos apuntaron con sus fusiles'. Es uno de los miles de episodios que se cuentan de las buenas relaciones entre españoles y el pueblo ruso. En este momento se le iluminan los ojos. 'Malenky', repite varias veces. Es el nombre de una joven rusa que le dejó una huella tan profunda como una bala, aunque asegura que no hubo nada 'serio' entre ellos. La guerra no lo permitía. Malenky murió en un bombardeo. Empezaron pronto las escaramuzas y él, que nunca había probado un cigarro, empezó a fumar. 'Fumaba de miedo', reconoce. Su primer contacto con el frente lo resume con esa palabra: miedo. Esas primeras escaramuzas serían poca cosa comparadas con lo que se avecinaba en Krasny Bor, el principio del fin de la División Azul, la mayor masacre desde el desastre de Annual en 1921. Le habían dicho que estaba en un grupo 'antitanque' y aquella palabra le impresionó tanto que llegó a pensar: 'Dios mío, dónde me han metido'.
En las trincheras o los cuarteles, José y sus camaradas no dormían. 'Aprendimos que cuando se oye el silbido, la bala ya ha pasado. El miedo es el silencio. Cuando hay un tiroteo no se piensa en nada. El silencio de las trincheras es terrible, porque te da opción a pensar y pensar es el mayor enemigo del soldado. Pensar da miedo'. Su hora pudo haber llegado en varias ocasiones, cuenta sus vidas y ha superado las del gato: el día que una bala atravesó la cabeza de un compañero que se sentó en el sitio que ocupaba momentos antes en una ametralladora; el día que un joven ruso aterrorizado cruzó las líneas y a sus espaldas le pidió pasarse a las filas alemanas ('me pudo haber matado, no lo vi') o el 22 de febrero de 1943, en la batalla de Krasny Bor. Relata José aquel infierno, aquel caos, con precisión. 'Vi volar compañeros destrozados a mi lado. No podíamos abarcar todo ese terreno. Era todo desconcierto, no sabías si avanzabas o retrocedías. Amanecía y, a las tres horas, anochecía. Una larga noche con 200 baterías disparando. Yo buscaba boquetes de proyectiles en la tierra y allí me refugiaba...' .
Milagrosamente, sobrevivió a Kransy Bor. Días después, en un lugar más tranquilo, 'hubo un golpe de mano ruso y me pegaron un tiro en la cabeza. Al principio no me di cuenta, seguí a lo mío. Luego, caí'. Lo recogieron y lo llevaron a un hospital de campaña, de ahí a otro en Riga y de éste a Berlín, donde su guerra, ya acabada, se cruzó con la de Hitler, que ya sedespeñaba.
El regreso de José González a España no fue como su partida. Los trenes que lo devolvieron a su país, en repetidos trasbordos, no eran tan cómodos. Nadie le esperaba, nadie vitoreaba. Y el escenario que encontraría, con una Alemania a punto de perder la guerra y una España a punto de renegar del Reich, tampoco era el que esperaba. No se arrepiente. 'Me honro en haber pertenecido a la Historia. Eso no hay quien lo borre', sentencia setenta años después. Guarda silencio, menea la cabeza y susurra ante las fotos de su juventud: 'Dios mío, parece que lo estoy viviendo'. De sus labios salen nombres como una letanía. 'Uf'. Se enjuga una lágrima. 'Perdón, ¿quieren tomar algo?'. Sobre la mesa camilla reposa esa instantánea de un veinteñaero con una venda en la cabeza, sonriendo junto a un alemán. Ese chico pasearía semanas después por un Berlín reventado. Faltaba poco para que el hombre que le preguntó 'Wie geht es Ihnen?' ingiriera, no muy lejos de aquellas calles destripadas, una cápsula de cianuro.
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