Cree que tiene 80 años, aunque no está seguro. Sabe, eso sí, que cuando los nazis le metieron en el gueto de Cracovia no pasaba de los 13. Las ideas brotan enredadas de la memoria de Meir Eldar, un hombre menudo, de pelo blanco, cejas pobladas y con el tiempo marcado en el rostro. Un hombre que sobrevivió al Holocausto judío y que traemos a estas páginas hoy, día elegido por la ONU para honrar la memoria de las víctima: fue un 27 de enero cuando los soviéticos liberaron Auschwitz.
Meir Eldar nació en el pequeño pueblo polaco de Biala-Bielsko a comienzos de los años 30. Un mal momento y un mal lugar para venir al mundo si por tus venas corre sangre judía. Apenas era un mozo imberbe cuando los soldados alemanes le arrancaron a golpes de su hogar enviándole con sus padres al gueto de Cracovia, a 80 kilómetros de su casa. «Tiraban la puerta abajo y gritaban, ¡Alemania ya está aquí!». Mientras habla y recuerda, recorre despacio Yad Vashem, el enorme complejo rodeado de jardines que alberga el museo del Holocausto en Jerusalén, ciudad donde reside actualmente. Meir no se deja ayudar cuando el camino de tierra se empina. La pequeña pendiente no arredra a este viejo luchador que tras el gueto de Cracovia pasó por cinco campos nazis –Plaszow, Auschwitz, Bobrek, Buchenwald y Spainchingen–, protagonizó una ‘marcha de la muerte’ de 200 kilómetros a pie sobre la nieve y finalmente emigró a Jerusalén, donde combatió en la guerra árabe-israelí de 1948. Y todo ello en apenas 5 años.
Meir y sus padres malvivían hacinados junto a otros 15.000 judíos en el gueto de Cracovia, situado en un barrio de trescientos edificios, donde los nazis les habían confinado. Compartía piso sin luz ni agua con otras cuatro familias judías. Dormían donde podían, amontonados en un par de habitaciones, en los pasillos, o en la calle, al raso.
«Del gueto recuerdo sobre todo el hambre. No teníamos nada que comer. Un día robé una gallina y la llevé al piso. Fue una fiesta. La casa se llenó de felicidad», sonríe.
En marzo de 1943 los nazis decidieron desmantelar aquello. Enviaron a los que podían trabajar al cercano campo de concentración de Plaszow y al resto, unos 2.000, los ejecutaron allí mismo. Meir tuvo suerte, si es que se le puede llamar así: él y su padre acabaron en Plaszow. A su madre, a la que adoraba, nunca la volvió a ver. Tenía solo 35 años.
Los ojos del viejo luchador son pequeños, imposibles de penetrar: encierran el inmenso dolor que acumuló aquellos años terribles y Meir quiere retenerlo... para no olvidar.
Cuando llegó al campo de Plaszow, muy próximo a la célebre fábrica de Oskar Schindler, a Meir le permitieron ducharse. «Hacía meses que no me lavaba. A mí y a otro chico nos dieron jabón y cuando nos miramos al espejo vimos que estábamos negros. El otro chico comenzó a chillar como un loco. No se reconocía».
El verdugo de Plaszow
El comandante nazi que dirigía el campo de Plaszow era Amon Goeth, un salvaje de casi dos metros y 120 kilos, conocido por su atrocidad. Ejecutaba sin explicaciones a prisioneros y disparaba con su rifle aleatoriamente. «¿Horrible? No, horrible no es una palabra suficiente para definirle», ilustra Mair.
«Aquel verdugo brutal bebía, paseaba por el campo con su rifle y disparaba a cualquiera. Después mataba a la familia del que había asesinado, porque, como solía decir, no quería trabajadores insatisfechos. Y además tenía una amante en el campo, aunque estaba casado y con una hija». Goeth fue ejecutado en la horca por los soviéticos en el propio campo de Plaszow en septiembre de 1946. Su engañada mujer se suicidó al enterarse de las barbaridades que había cometido.
A principios de 1944, los nazis seleccionaron a Meir y a otros 2.000 prisioneros de Plaszow para ir a trabajar a Auschwitz. «Todos los días salíamos al amanecer del bloque 6 para ir a trabajar como esclavos a una fábrica cercana. Había veces que cuando regresábamos por la noche teníamos que cargar con los cuerpos de compañeros que no aguantaban aquellas jornadas infernales». De sus tiempos en Auschwitz luce una cicatriz en el antebrazo. «Me sajé el número que nos tatuaron», explica recorriendo con el dedo la cicatriz, imitando el corte que se abrió a cuchillo. «Arranqué ese trozo de carne y luego me cosí la piel». Y sin embargo su recuerdo más doloroso está protagonizado por las mujeres jóvenes del campo de Auschwitz. «Era monstruoso. Alguna vez he contado lo que hacían a las chicas judías y no me creen».
– Perdone, pero ¿qué les hacían?
Meir menea la cabeza y pide evitar el trance. No insistimos.
Del bloque 6 Meir pasó al subcampo de Bobrek, pegado a Auschwitz. Pero en el invierno de 1945 el ejército soviético ya acechaba, así que los nazis comenzaron a desmantelar las instalaciones de Bobrek. El 18 de enero, Meir y otros 60.000 prisioneros fueron evacuados por los soldados de Hitler, que los empezaron a trasladar hacia otros campos situados ya dentro de Alemania. Algunos fueron hacinados en trenes de carga. No fue su caso. A él le tocó una de las llamadas ‘marchas de la muerte’, evacuaciones a pie desde los campos de Europa del Este hacia campos alemanes, alejándose del ejército ruso. «Hacía frío, llevábamos un pijama y unos zuecos, nada más. Estaba todo nevado. Recorrimos a pie 200 kilómetros». Se estima que unos 200.000 judíos fueron evacuados de este modo de los campos polacos: 80.000 murieron de frío y hambre o por agotamiento en el camino.
La primera parada de la ‘marcha de la muerte’ de Meir fue Buchenwald, un campo situado en Alemania, a bastantes más kilómetros de los 200 que Meir asegura haber recorrido. Ahí la memoria le falla. En Buchenwald no paró demasiado tiempo. Por el otro flanco se acercaba el ejército estadounidense, así que Meir y los demás prisioneros que seguían con vida fueron trasladados, esta vez a Spaichingen, próximo a Estrasburgo, en Francia. «A los pocos días de llegar, los soldados alemanes nos dejaron abandonados. Cuando entraron los americanos nos dieron comida, agua... y nos advirtieron: ‘no digáis que sois judíos’. No nos querían en ningún lado. Nadie». Palestina se presentaba como la única salida, así que en el verano de 1945 Meir, junto con otros 1.086 judíos, embarcó en el ‘Biria’, y no sin dificultades alcanzó la tierra prometida: Jerusalén. «Cuando por fin llegué mentí sobre mi edad para poder alistarme en el Ejército». Tras estallar en 1948 la guerra árabe-israelí, Meir combatió y salió victorioso, otra victoria para un hombre que sobrevivió a cinco campos de exterminio nazi.
Comienza la despedida. Apenas queda gente en la cafetería del museo del Holocausto de Yad Vashem. Meir Eldar se coloca su pequeña bolsa de deportes en el hombro y nos invita a un próximo encuentro, tal vez en su casa.
– Una última pregunta...
Meir se gira despacio, ya se estaba marchando.
– ¿Por qué no se enfrentaron a los nazis?
Apenas duda: «Porque sabíamos que nos iban a matar. Pero no sabíamos cómo».
Meir Eldar nació en el pequeño pueblo polaco de Biala-Bielsko a comienzos de los años 30. Un mal momento y un mal lugar para venir al mundo si por tus venas corre sangre judía. Apenas era un mozo imberbe cuando los soldados alemanes le arrancaron a golpes de su hogar enviándole con sus padres al gueto de Cracovia, a 80 kilómetros de su casa. «Tiraban la puerta abajo y gritaban, ¡Alemania ya está aquí!». Mientras habla y recuerda, recorre despacio Yad Vashem, el enorme complejo rodeado de jardines que alberga el museo del Holocausto en Jerusalén, ciudad donde reside actualmente. Meir no se deja ayudar cuando el camino de tierra se empina. La pequeña pendiente no arredra a este viejo luchador que tras el gueto de Cracovia pasó por cinco campos nazis –Plaszow, Auschwitz, Bobrek, Buchenwald y Spainchingen–, protagonizó una ‘marcha de la muerte’ de 200 kilómetros a pie sobre la nieve y finalmente emigró a Jerusalén, donde combatió en la guerra árabe-israelí de 1948. Y todo ello en apenas 5 años.
Meir y sus padres malvivían hacinados junto a otros 15.000 judíos en el gueto de Cracovia, situado en un barrio de trescientos edificios, donde los nazis les habían confinado. Compartía piso sin luz ni agua con otras cuatro familias judías. Dormían donde podían, amontonados en un par de habitaciones, en los pasillos, o en la calle, al raso.
«Del gueto recuerdo sobre todo el hambre. No teníamos nada que comer. Un día robé una gallina y la llevé al piso. Fue una fiesta. La casa se llenó de felicidad», sonríe.
En marzo de 1943 los nazis decidieron desmantelar aquello. Enviaron a los que podían trabajar al cercano campo de concentración de Plaszow y al resto, unos 2.000, los ejecutaron allí mismo. Meir tuvo suerte, si es que se le puede llamar así: él y su padre acabaron en Plaszow. A su madre, a la que adoraba, nunca la volvió a ver. Tenía solo 35 años.
Los ojos del viejo luchador son pequeños, imposibles de penetrar: encierran el inmenso dolor que acumuló aquellos años terribles y Meir quiere retenerlo... para no olvidar.
Cuando llegó al campo de Plaszow, muy próximo a la célebre fábrica de Oskar Schindler, a Meir le permitieron ducharse. «Hacía meses que no me lavaba. A mí y a otro chico nos dieron jabón y cuando nos miramos al espejo vimos que estábamos negros. El otro chico comenzó a chillar como un loco. No se reconocía».
El verdugo de Plaszow
El comandante nazi que dirigía el campo de Plaszow era Amon Goeth, un salvaje de casi dos metros y 120 kilos, conocido por su atrocidad. Ejecutaba sin explicaciones a prisioneros y disparaba con su rifle aleatoriamente. «¿Horrible? No, horrible no es una palabra suficiente para definirle», ilustra Mair.
«Aquel verdugo brutal bebía, paseaba por el campo con su rifle y disparaba a cualquiera. Después mataba a la familia del que había asesinado, porque, como solía decir, no quería trabajadores insatisfechos. Y además tenía una amante en el campo, aunque estaba casado y con una hija». Goeth fue ejecutado en la horca por los soviéticos en el propio campo de Plaszow en septiembre de 1946. Su engañada mujer se suicidó al enterarse de las barbaridades que había cometido.
A principios de 1944, los nazis seleccionaron a Meir y a otros 2.000 prisioneros de Plaszow para ir a trabajar a Auschwitz. «Todos los días salíamos al amanecer del bloque 6 para ir a trabajar como esclavos a una fábrica cercana. Había veces que cuando regresábamos por la noche teníamos que cargar con los cuerpos de compañeros que no aguantaban aquellas jornadas infernales». De sus tiempos en Auschwitz luce una cicatriz en el antebrazo. «Me sajé el número que nos tatuaron», explica recorriendo con el dedo la cicatriz, imitando el corte que se abrió a cuchillo. «Arranqué ese trozo de carne y luego me cosí la piel». Y sin embargo su recuerdo más doloroso está protagonizado por las mujeres jóvenes del campo de Auschwitz. «Era monstruoso. Alguna vez he contado lo que hacían a las chicas judías y no me creen».
– Perdone, pero ¿qué les hacían?
Meir menea la cabeza y pide evitar el trance. No insistimos.
Del bloque 6 Meir pasó al subcampo de Bobrek, pegado a Auschwitz. Pero en el invierno de 1945 el ejército soviético ya acechaba, así que los nazis comenzaron a desmantelar las instalaciones de Bobrek. El 18 de enero, Meir y otros 60.000 prisioneros fueron evacuados por los soldados de Hitler, que los empezaron a trasladar hacia otros campos situados ya dentro de Alemania. Algunos fueron hacinados en trenes de carga. No fue su caso. A él le tocó una de las llamadas ‘marchas de la muerte’, evacuaciones a pie desde los campos de Europa del Este hacia campos alemanes, alejándose del ejército ruso. «Hacía frío, llevábamos un pijama y unos zuecos, nada más. Estaba todo nevado. Recorrimos a pie 200 kilómetros». Se estima que unos 200.000 judíos fueron evacuados de este modo de los campos polacos: 80.000 murieron de frío y hambre o por agotamiento en el camino.
La primera parada de la ‘marcha de la muerte’ de Meir fue Buchenwald, un campo situado en Alemania, a bastantes más kilómetros de los 200 que Meir asegura haber recorrido. Ahí la memoria le falla. En Buchenwald no paró demasiado tiempo. Por el otro flanco se acercaba el ejército estadounidense, así que Meir y los demás prisioneros que seguían con vida fueron trasladados, esta vez a Spaichingen, próximo a Estrasburgo, en Francia. «A los pocos días de llegar, los soldados alemanes nos dejaron abandonados. Cuando entraron los americanos nos dieron comida, agua... y nos advirtieron: ‘no digáis que sois judíos’. No nos querían en ningún lado. Nadie». Palestina se presentaba como la única salida, así que en el verano de 1945 Meir, junto con otros 1.086 judíos, embarcó en el ‘Biria’, y no sin dificultades alcanzó la tierra prometida: Jerusalén. «Cuando por fin llegué mentí sobre mi edad para poder alistarme en el Ejército». Tras estallar en 1948 la guerra árabe-israelí, Meir combatió y salió victorioso, otra victoria para un hombre que sobrevivió a cinco campos de exterminio nazi.
Comienza la despedida. Apenas queda gente en la cafetería del museo del Holocausto de Yad Vashem. Meir Eldar se coloca su pequeña bolsa de deportes en el hombro y nos invita a un próximo encuentro, tal vez en su casa.
– Una última pregunta...
Meir se gira despacio, ya se estaba marchando.
– ¿Por qué no se enfrentaron a los nazis?
Apenas duda: «Porque sabíamos que nos iban a matar. Pero no sabíamos cómo».
Los que pasaron por ese infierno ya tienen entretenimiento para alimentar sus pesadillas nocturnas. Eso no se olvida fácilmente.
ResponderEliminarUn saludo.