lunes, 3 de enero de 2011

Yi Okseon: "Cada día tenía que complacer a 30 soldados japoneses"


Cuando nací en 1927, la vida era muy dura en Corea por la ocupación japonesa, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial. De niña, lloraba porque quería ir al colegio, pero ni siquiera teníamos ropa y apenas podíamos comer. Mis padres, que trabajaban como jornaleros en Busan y tenían nueve hijos, eran tan pobres que me entregaron al patrón de un restaurante en 1942. En lugar de tratarme como a una hija, me puso a servir «udon» (fideos gordos) y cerveza con sólo 15 años.

Pero lo peor vino después, cuando me vendieron a una cantina de Ulsan donde iban los clientes a ver a las mujeres que tocaban música. Un día que salí a hacer un recado, dos tipos me agarraron y, cogiéndome por los tobillos y las muñecas, me lanzaron dentro de un camión como si fuera un saco de patatas. Dentro había otras mujeres. Aunque gritábamos y pataleábamos, nos ataron las manos para no protestar y nos metieron en un tren camino de China. Nadie se atrevió a ayudarnos porque los raptores eran japoneses y todo el mundo tenía miedo. En la frontera del río Tumen, nos encerraron en una prisión sin darnos de comer.

Primero me pusieron a trabajar en las obras de un aeropuerto junto a otros esclavos, famélicos y cubiertos de harapos. Nevaba y no teníamos abrigos para protegernos del frío. Quería escapar, pero se me quitaron las ganas cuando vi que un perro se achicharró al intentar atravesar la valla electrificada.

Poco después, a las chicas nos llevaron a un burdel de mujeres del consuelo. Nos dijeron que debíamos «atender» a muchos soldados, pero yo ni siquiera sabía lo que significaba eso. Una muchacha de 14 años se negó a trabajar y, como escarmiento, la rajaron delante nuestra y la tiraron a la calle para que los perros se comieran su cadáver.

Nos dieron un kimono, ropa de cama y calcetines, y nos metieron a cada una en un cuarto. No recuerdo nada de la primera vez; sólo que lloraba mucho y había una larga cola de hombres esperando. Estuve tres años en un burdel del noreste de China y cada día tenía que complacer a unos 30 soldados japoneses. Los clientes pagaban a los dueños por una o dos horas y a nosotras nos daban un cupón para pegarlo en nuestra libreta.

Cuando alguna chica se quedaba embarazada, la abrían para quitarle el feto. Muchas morían desangradas. Al acabar la guerra, no quise volver a Corea y me casé con un chino para sobrevivir, pero nunca tuvimos hijos. Cuando murió, regresé en el año 2000 porque el Gobierno surcoreano estaba buscando a las mujeres del consuelo. Después de todo lo que sufrí, nunca he sido feliz.

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